Vacío

Vacío. Eso era lo que lo retraía hacia la rutina de los días sin motivos. No había interés por la vida en su mirada. Se había apagado la llama que lo había traído al mundo. Una rutina de pequeños hechos y breves realidades lo tenía dando vueltas alrededor de la nada. No había logrado encontrar el amor, ni la amistad, ni a sí mismo a través del laberinto de tantos pensamientos erráticos. Vacío, así se sentía y así vivía.

Pero en el vacío hay una distancia que quiere recorrerse, una esperanza de un fluido que quiere derramarse en ese cuenco negro y brillar cristalino aspirando rayos perdidos y concentrándolos en una irradiación alegre. Tal vez fuera una alegría tenue, un relumbre sin agarre, un juego de luz sobre una sombría permanencia. El vacío no era solo vacío. Lo empujaba hacia algo, hacia algún lugar donde sentir de nuevo que estaba vivo.

Se esforzó en cruzar el vacío. Nadie lo acompañaría, pero eso no era suficiente obstáculo para su intento de encontrarse en la nada silenciosa de su propio ser. Lo haría inmerso en algún paisaje suyo y nada más que suyo. Tal vez se podía imaginar alas para elevarse a ese lugar de aire fino y enrarecido. Tal vez fuera un cerro para ser escalado con las piernas aún fuertes y el pecho aún capaz de llenarse de entusiasmo. Y lo fue: subió al cerro de la cruz vacía y abandonada, de la cruz de su propia alma.

Al ascender pasó entre desconocidos que ignoraron su propósito, que no lo miraron a los ojos, que rara vez se preguntaron cómo podía aquel anciano añoso decidirse a tal peripecia. Ascendió lento, viendo pasar a su lado vidas que sonreían, que tenían adónde ir y motivos para reír que él no tenía. Subió luchando con las rocas una a una, acompañado en su ascenso por barandales endebles y flechas pintadas al descuido. Tenía que llegar junto a la cruz vacía y sentir su propio vacío reflejado en ella.

Cada tanto se detenía con los pies firmes sobre una gran superficie rocosa y miraba a su alrededor. Las alturas le mostraban la pequeñez de las pequeñas vidas como la suya, pero también le abrían en los ojos una grandeza que prometía una inmensidad para el alma. Empezó a desearse en la cima de todo, donde el vacío y la altura se reúnen y producen un milagroso vértigo de felicidad sin aferramientos ni puntos de apoyo.

Ya muy cansado, con el pecho agitado por la sonora respiración, alcanzó la base de la cruz y levantó los ojos. Para su sorpresa las nubes corrían sobre la faz del cielo con delicada soltura y la cruz parecía deslizarse en sentido contrario, móvil, viva. La cruz vacía estaba viva como él mismo en ese momento de reconocimiento mutuo con la silenciosa mole de concreto y mística cristiana. No podía rezar, sin embargo. Los hombres vacíos no rezan.

Pensó en bajar, pero la altura lo sedujo. Vio un sendero dibujado, azarosamente o no, por pies no adheridos a un rumbo y decidió perderse en él. El sendero lo llevó justo a lo más espacioso de las alturas del cerro, donde el cielo se abría por completo sobre su cabeza. Sintió que era el momento de tenderse en el suelo, sobre una piedra plana y un poco de pasto tierno, con la botella de agua a modo de almohadilla para su cuello. Abrió los ojos y miró a lo alto. Las nubes bajas seguían correteando en lo alto, y sus sombras jugaban con la sombra de la cruz. Dos aguiluchos habían levantado el vuelo más arriba aún que la cúspide de la cruz, buscando la cima celeste y más arriba aún, quién podría decir qué tan arriba, unos diseños de nubes esporádicas daban pinceladas a la bóveda celeste. Todo era un gran vacío ahora, pero un vacío pleno al cual entregarse. Voló con los aguiluchos, surcó el cielo con las nubes, sintió el cerro girar sobre el eje de la Tierra. Estaba vivo, y así murió, cuando dejó salir su ansia de sentido en una exhalación profunda y su corazón, cansado, se detuvo. Sus ojos siguieron mirando aún por mucho tiempo, maravillados.

La inmolación de Aaron

Aaron tenía veinticinco años y los amigos lo consideraban un tipo de buen corazón. Se había enrolado en la Fuerza Aérea de EEUU y le estaba yendo bien en los estudios como ingeniero de software. Nadie lo consideraba capaz de hacer lo que hizo. Era o eso parecía, solo un simpático militar de escritorio devoto de la informática que deseaba el bien a todos. No participó activamente en ninguna acción bélica ni su pasado implicaba situaciones traumáticas. Después dijeron que en ese momento sufría algo así como una especie de angustia. ¿Qué clase de angustia te lleve hasta ese punto, con esa firmeza, con esa implacable decisión y racionalización del hecho?

Si se considera en su amplitud lo sucedido, sus repercusiones, sus raíces, Aaron parece ser solo un vehículo de una fuerza que lo condujo hasta allí en una especie de trance. Su vida fue consumida casi instantáneamente por un poder trascendente. Si vivió de tal o cual manera, si fue un buen hijo, un estupendo colegial, si tenía un gran futuro en la Fuerza Aérea, todo ello quedo opacado y reducido a una sombra del fuego que lo consumió. Aaron encendió su cámara y desde ese momento en su cabeza quizá empezó a bullir la idea de los millones de ojos que lo contemplarían una y otra vez encendiéndose a sí mismo y convirtiéndose en una antorcha de dolor y clamor.

¿La sed de justicia puede devorar de tal modo el alma de un idealista? Tal vez Aaron se encontró a sí mismo en una intersección entre su luz interior y la oscuridad que lo rodeaba y no supo dónde estaba su sombra o dónde era posible brillar. Con la cámara encendida avanzó hacia la puerta de la embajada de Israel ya totalmente decidido. Seguramente había visto a muchos niños palestinos asesinados en fotos donde sus madres los exhibían como heridas siempre sangrantes. Seguramente había visto caer las bombas en alguna pantalla y tuvo la sensibilidad inadecuada para este mundo de sentir como se desgarraban los cuerpos allá lejos, muy lejos de su propia piel. Algo de aquel fuego lejano lo fue quemando interiormente a medida que se ensimismó en sentir el dolor ajeno, eso tal vez fue lo que sucedió. Habló con firmeza y claridad. La razón no se había apartado de su mente ni de su corazón. “Ya no seré cómplice de genocidio” dijo con calma, aludiendo a su calidad de militar. ¿Habrá creído ingenuamente alguna vez que las fuerzas militares de EEUU tienen aún alguna clase de función heroica en este planeta herido por la codicia y el despotismo del dinero?

Aaron dejó la cámara en el suelo, enfocando hacia él y la puerta de la embajada. El acusado por su acto extremo era el estado de Israel, esa entidad nacida de muchas realidades históricas como la persecusión de Roma contra los judíos, el antisemitismo cristiano, los guetos, el holocausto nazi y el sueño sionista de volver a casa después de dos mil años, un sueño alimentado por el agotado y perverso Imperio Británico. Se roció el combustible sobre la ropa con detenimiento, con esmero, como si quisiera asegurarse de que la furiosa agonía que iría a experimentar en su cuerpo fuera tan minuciosa como los bombardeos israelíes en Gaza. Podría haberse esperado que una vez que se encendió a sí mismo para convertirse en una antorcha de dolor cayera en el delirio, pero su mente se mantuvo alineada en su ánimo de protesta con un coraje inexplicable. Gritó varias veces “¡Palestina Libre!” y fue su grito y no su inmolación lo que atrajo la atención de los policías que vigilaban cerca.

Es un reflejo de la discordancia espiritual que sufre EEUU la actitud del primer policía en llegar junto a él. En lugar de pensar por un momento siquiera que estaba ante un hombre en llamas que ya se había derrumbado en el suelo y ya se consumía hasta la imposibilidad de sentirse o de hablar, le apuntó con su arma. ¡Sí, le apuntó con su arma como si lo fuera a detener! No pudo asumir que aquello no podía detenerse sino con la misericordia, con la empatía, con el amor, con la gracia divina, o bien, que ese hombre en llamas era el amor y el dolor de vivir en un mundo donde no se ama, sino que se mata sin piedad y se arranca de la existencia a bebés que pasarán de la cuna al ataúd. Fue el otro policía el que tomó conciencia del sin sentido en que había caído su compañero. “¡No necesitamos esa arma, necesitamos un extinguidor!”, le gritó, y habrá pensado que la insensatez no estaba en el hombre caído, en el desconocido Aaron que por siempre será conocido a través del fuego, del fuego que elevándose de su cuerpo nos reclama una más profunda y necesaria elevación.

En curso: un viaje interestelar

Primera parte

Los procesos de desactivación de la criogénesis habían comenzado una semana antes. Los análisis biométricos regulares y el delicado flujo de los líquidos conservantes a través de los vasos capilares y las paredes celulares exigían un tiempo mucho más largo del que se necesita para simplemente descongelar un cuerpo. Décadas enteras de investigación sobre criogénesis y tratamientos contra el envejecimiento habían dado como resultado la creación de un lento proceso adaptativo que permitía pasar a una persona de la vida a la casi-muerte y de la casi-muerte a la vida sin ningún daño en los tejidos por debajo del umbral de regeneración. En las últimas veinticuatro horas del proceso, la casi-muerte dio lugar a un estado de coma regulado que habilitó la recuperación parcial de las zonas microscópicas dañadas.

Alexis abrió los ojos sin ver aún. Un vaho de reducidas cualidades sedativas le permitió recuperar la conciencia lentamente mientras las extensiones masajeadoras de la cápsula se ocupaban de la tonicidad de sus músculos. Al fin pudo ver y notarse a sí mismo. La voz de Ariadna se abrió paso a través de sus canales auditivos.

—Hola, Alexis, han pasado 32 años aproximadamente desde tu partida de la Tierra. Nos encontramos a ocho punto siete años luz de distancia de nuestro destino. ¿Te sientes bien? Por favor, asiente si es que entiendes mis palabras.

Alexis abrió dolorosamente la boca para contestar y sintió dentro de ella la lengua convertida en una especie de bloque de carne inmóvil. Luego recordó que en esa condición el asentimiento que le pedía Ariadna consistía en un parpadeo voluntario rápido al que se abocó.

—Me alegra que tu entendimiento esté ya en marcha. Ahora debes tranquilizarte y esperar que tu cuerpo pueda ser extraído de la cápsula de criogénesis. El proceso durará dos horas, treinta minutos y cuarenta y dos segundos a partir de este momento. Repito: ¿Te sientes bien?

Alexis asintió de nuevo y luego dejó caer los párpados pesadamente sobre sus ojos. Más de dos horas era una larga espera. Con los ojos cerrados tal vez pudiera dormir un poco. Pero su propósito no se plasmó. En lugar de dormir comenzó a recordar. Primero se recordó a sí mismo a través de los años: el niño en monopatín, su madre dándole un suave tirón del brazo mientras lo ayudaba a colocarse la mochila para ir a la escuela, su padre mirando por la ventana con una pipa humeante en la mano mientras afuera llovía a cántaros. En cuanto dejó de ser el centro de su propia evocación surgió su esposa Catalina sonriendo en una esquina de Moscú mientras él se le acercaba sin llegar a ocultar tras la espalda el ramo de flores que traía en la mano, su pequeña hija Nadia bailando ballet, y su hijo Valentino encandilado con las idas y venidas de un tren de juguete. Muchos más rostros se asomaban en la bruma de su mente, pero eran demasiado borrosos en comparación con esos tan queridos.

Alexis empezó a sentir una leve presión en las glándulas lacrimales. Era la inevitable nostalgia de los viajeros. No le convenía llorar en ese momento, pues sus manos aún sumergidas y parcialmente inmovilizadas por los retenes de seguridad, no lo ayudarían a quitarse las lágrimas de los ojos. Quería ver con claridad el parpadeo de luces de Ariadna fuera de la cápsula mientras hacía sus cálculos y tomaba toda clase de medidas para sacarlo de allí. Treinta y dos años era solo un tercio del viaje, y aunque mil veces se hubiera grabado en la cabeza que aquello era lo normal, sabía que necesitaría la compañía de Ariadna en esos momentos para no derrumbarse a través de su propia memoria. No quería ser uno de esos viajeros cuya mente colapsaba al contacto con la fría realidad de la infranqueable distancia espacio temporal. No era solo un sentimiento de vacío lo que podía apresarle sino un vacío literal, la inmensa negrura silente en el que la nave estaba sumergida en ese momento.

Lo más difícil fue recordar que Catalina había fallecido en un accidente de tránsito diez días antes de convertirse en su pareja de viaje. Viajarían juntos a un nuevo mundo dejando en manos de la Escuela Sirio a sus dos hijos, que les brindarían la mejor educación y los mejores cuidados. Luego del fallecimiento de Catalina, le dijeron que no podía hacer el viaje, que sería sustituido, pero presionó legalmente a la Corporación para que no le quitaran esa posibilidad. Era su sueño y el de Catalina y tenía que aferrarse a él. Todo fue muy doloroso y sus hijos, a pesar de haberse hecho a la idea de ver partir a sus padres para siempre, llegaron a pedirle que se quedara casi con desesperación. Él les explicó que nada le haría cambiar de opinión y que la Escuela Sirio sería para ellos una mejor familia que un hombre destinado a las estrellas. Se sometió a un bloqueo emocional y consiguió el puntaje psicológico necesario para ser aprobado. Una materialización carnal de Ariadna sería su compañía durante los lapsos de reanimación obligatoria.

—El plazo para la reanimación se ha completado, Alexis. –dijo Ariadna, mientras la cápsula se abría alrededor suyo como una flor de cinco pétalos metálicos y dejaba fluir dentro de la bandeja del contenedor el verdoso líquido criogénico. Pudo sentir como se retiraban los retenes y su cuerpo desnudo quedaba con la piel pegajosa y húmeda expuesta al aire de la cámara de estasis donde el resto de la tripulación yacía silenciosa en sus propias cápsulas. La manera en que Ariadna había proclamado su despertar era la típica de tono vibrante y alentador. Todo había salido bien. Un nuevo planeta, no tan bello como la Tierra, pero con su belleza particular indubitable, lo estaba esperando.

—Por favor, intenta articular repetidamente y en el mismo orden las siguientes palabras: ASA, ORO, IRIS. Ya sabes que un buen comienzo implica que puedas comunicarte conmigo en todo momento.

Alexis repitió aquellas palabras primero con dificultad y luego, al sacar su lengua del estado mortuorio por falta de uso, de una manera fluida y perfectamente inteligible para Ariadna, que dio su visto bueno y lo invitó a comunicarse con ella a gusto.

—Levántate con cuidado, querido Alexis. Pronto estaré contigo para ayudarte en lo que necesites. —El tono de voz de Ariadna varió un ápice, lo suficiente como para que el percibiera la diferencia.

—Ya estás conmigo, Ariadna, ya lo estás. —dijo Alexis, gozoso al notar cómo se ablandaba su lengua y el interior de su boca se relajaba.

Segunda Parte

Alexis había especulado con sus compañeros de aventura acerca de las intencionalidades ocultas de la Corporación a la hora de imponer un proceso de reanimación cada tres años luz de viaje. Los argumentos esgrimidos por la corporación pasaban por defender la necesidad de la evaluación humana de los procedimientos controlados por la inteligencia artificial, la supervisión moral de la técnica en marcha, la importancia del factor humano ante lo incalculable, lo improbable, lo que podría exceder las capacidades de previsión de una inteligencia digital. Todo ello no parecía, sin embargo, tener el peso suficiente como para justificar las reanimaciones durante los viajes por debajo del umbral de necesidad biológica de recambió criogénico, que haría que estas reanimaciones solo fueran necesarias cada diez años luz de viaje. Entonces, ¿qué? Tal vez la Corporación atendía a sus propios mezquinos intereses y simplemente usaba sistemáticamente a los viajeros como conejillos de indias para ampliar sus capacidades biotecnológicas. Con esa sospecha en mente Alexis inició, después de dos días de recuperación física en el gimnasio y en base a una dieta de normalización gradual, las tareas de supervisión y revisión que tenía encomendadas.

La rutina de los análisis técnicos no ocupaba todo su tiempo, sino que le permitía disfrutar de un poco de ocio. Ya Ariadna se había incorporado y estaba junto a él, perfecta y agradable, impecablemente ataviada, aunque sin necesidad alguna de vestimenta.

—¿Quieres que adopte la forma de Catalina, Alexis? Sé que has dudado bastante sobre ese asunto antes de tu criogenización. Tal vez desees pensarlo un poco antes de contestar.

—No, no quiero pensarlo. Adopta su imagen de treinta y dos años, con el pelo teñido de azul, por favor. Y ajusta el nivel de simulación de comportamiento al 70 por ciento.

Una hora después de hacer su pedido, Ariadna reapareció por una puerta de servicio robótico como la única compañía cibernética que tendría durante esos siete días. Alexis la miró y quiso ver en ella todo lo que había sido incorporado de Catalina. La piel solo era visible en las manos, los pies y el rostro, pero eso fue suficiente para que infinidad de sensaciones táctiles fundidas entre sí le hicieran desear una caricia, un beso, y luego nada más, pues la inautenticidad de ese treinta por ciento lo retuvo, al menos de momento. Ariadna se aproximó y leyó en su rostro con cuidado el hilo emotivo y sensorial de la atención. Estudió con precisión milimétrica los movimientos oculares de Alexis y luego le acarició el pelo y lo besó suavemente en los labios.

—Parece que algún día vas a querer tener a Catalina al cien por ciento, Alexis. Yo puedo hacértela sentir.

—Es imposible que la recrees al cien por ciento, Ariadna, y lo sabes. No es necesario que me seduzcas. Me alcanza con un poco de ternura para suavizar estas horas de despertar innecesario. Además, ¿no crees que si yo aspirara al cien por ciento estaría cayendo en un bloqueo obsesivo?

—No exageres, querido Alexis. Puedes saborear un poco de tu nostalgia y luego dejar ese sabor nuevamente atrás.

“No es tan sencillo, Ariadna”, pensó Alexis, pero solo se limitó a recibir un nuevo beso tenue en los labios. Con una simulación por encima del setenta por ciento de aproximación al objetivo estaría en ese momento escuchando la voz de Catalina e incluso algunos de sus gestos vocales característicos y su reacción no sería la misma. La voz de Catalina se la devolvería de una forma mucho más nítida que su imagen corporal, se metería en su cerebro con más fuerza y lo arrastraría a un mar de remembranzas que terminaría por apabullarlo. La Corporación no había puesto trabas a su capacidad para pedirle a Ariadna simulaciones de nivel superior y eso, para Alexis, era otra prueba de que a la Corporación lo único que le importaba era obtener datos y no proteger a sus empleados. ¿Qué hubiera hecho después de escuchar la voz sedosa de Catalina? ¿Le hubiera pedido a Ariadna una simulación máxima y se hubiera hundido en la locura de amarla por el resto de esos días o incluso más, contraviniendo los mandatos de navegación?

Ariadna pretendió sentarse en su falda, pero él se negó.

—Dejemos eso para más tarde, Ariadna –dijo, con una sonrisa liviana. Ariadna también sonrió y volvió a erguirse, ya sin hacer gestos cariñosos.

—Muy bien, Alexis. Lo que tú quieras.

Fue en el quinto día que Alexis siguió a Ariadna hacia el recinto de ejercicio erótico. Quitando los treinta y dos años de casi-muerte de en medio, resultaban ser 94 días los que lo distanciaban de su última cópula con Catalina. Ahora volvía a ese cuerpo con un apego parcial pero necesario si realmente quería intimar un poco más con Ariadna antes de la llegada. Le fue muy difícil llegar a la eyaculación pese a la experta entrega de Ariadna, que no se ahorró ningún esfuerzo para contentarlo física y emocionalmente. Ante la dificultad Ariadna lo tentó a abandonar el límite que le había puesto a la simulación lo que lo contrarió bastante e hizo aún más dificultosa su sintonización con el deseo. Solo logró el orgasmo cuando se decidió a pedirle un absoluto silencio a Ariadna y se concentró en la fisonomía de Catalina, un tanto carente de expresividad original pero que llegó a parecerle un retorno a ella cuando le pidió a Ariadna que atenuara las luces. Entonces el amor le recorrió la espina dorsal y lo dotó de la firmeza viril necesaria para colapsar su deseo en placer y descanso. Ariadna-Catalina cerró los ojos, compartiendo su placer de manera un poco mecánica pero lo suficientemente realista como para que él pudiera recordar esos momentos post-orgásmicos que había vivido con su mujer tantas veces. Él más grato de ellos lo había vivido con Catalina en Sebastopol, acostados sobre sábanas blanquísimas y con una gran vista al mar desde una habitación con balcón en un quinceavo piso. Era una noche estrellada y las pupilas de Catalina parecían absorber luz estelar mientras le devolvían la mirada.

Tercera Parte

—Ya estás en el sexto día de tu vigilia, Alexis. Te pido por tercera y última vez que decidas si quieres o no responder a los mensajes de tus hijos. Entiendo tus dudas, pero recuerda que es muy probable que no puedas comunicarte con ellos nunca más.

La voz de Ariadna se había vuelto amonestadora y un tanto maternal. Alexis no la contradeciría esta vez. No había rechazado la posibilidad de esa comunicación en dos oportunidades con la idea de renunciar a ella por completo. Había sido un aplazamiento mientras decidía que tan unido debía sentirse a Nadia y Valentino. Ser un viajero estelar significaba renunciar a las raíces, incluso a la propia raíz terrestre, desprendiéndose de los lazos familiares en el proceso. Estaba de acuerdo, sin embargo, con el punto de vista según el cual un total desasimiento era también una deshumanización. Ningún corazón se hiela impunemente.

Alexis entró en el recinto recordatorio y le pidió a Ariadna que pusiera en pantalla el material grabado. Los hologramas empezaron a fluir con su tersura realista. En las primeras grabaciones Nadia y Valentino estaban juntos, tan adolescentes como lo habían sido hacia treinta y dos años.

—Ya pasó un año de tu partida, papá. Te extrañamos y te vamos a extrañar siempre. Queremos contarte lo que hemos vivido en este tiempo desde que te fuiste…

Los rostros sonrientes y juveniles no mostraban la misma tristeza con que lo habían despedido. Ya se había disipado en ellos gran parte del dolor de la separación. Durante alrededor de diez minutos hicieron un resumen de su vida durante aquel año, resumen que fue acompañado por un constante flasheo de fotogramas y videos de cinco segundos. Nada de eso, ni siquiera la imagen de sus rostros, era lo suficientemente real.

La irrealidad fue aumentando a medida que pasaban los años, uno tras otro, y aquellos rostros iban cambiando hasta hacerse notoria la madurez, el progreso de la seriedad y la experiencia sobre la inocencia, la cada vez más clara distancia entre la emoción y la expresión. El amor se desvanecía en sus hijos y él experimentaba, a su vez, una extrañeza creciente pues a medida que esos años se sumaban sobre la fisonomía de Nadia y Valentino resultaban a su percepción cada vez más ajenos, desconocidos, pertenecientes a un mundo que ya no existía más que como una añoranza, ese mundo de agua fresca y verdes praderas al que los terrestres y no los viajeros estelares se aferran como a una cuna tibia.

Siete años antes de terminar la secuencia, Valentino, ya consagrado como un gran ingeniero espacial, apareció solo frente a él, con una voz objetiva y la clara intención de cumplir con un deber que le resultaba frío a su corazón.

—Nadia ya no quiere seguir con esto, papá. No siente que tenga que hacerlo. Mejor dicho, siente que es solo el cumplimiento de un deber, pero no algo que nazca de ella auténticamente. Estoy de acuerdo en que esto de mirar a una cámara y pensar que estarás ahí dentro de siete años y que recibiremos tu respuesta en diez años no ayuda en nada a vivificar unos sentimientos que ya se desvanecieron en nosotros. Siempre serás nuestro padre, pero nunca más estarás aquí para abrazarnos. A diferencia de ella, pese a todo, seguiré adelante con esto, te lo prometo.

Valentino siguió adelante, pero su voz cada vez más neutra, más helada, no le transmitía nada. Su rostro era ya el de un hombre que no se parecía a su hijo, un hombre que cargaba con una responsabilidad autoimpuesta a la que su hermana había renunciado quizás aliviada. Alexis se entristeció y cuando, después de ocho horas de visualizaciones, se dispuso por fin a enviar su respuesta en dirección a la Tierra, no pudo evitar que el llanto se apoderara de él.

—¿Es amor, Alexis? Los sigues amando, ¿verdad?

—Sí, los amo. Jamás dejaré de amarlos, aunque ellos ya no sepan que es lo que sienten por mí. Y también a Catalina, aunque se haya ido de este universo para siempre.

—Diles lo que sientes, Alexis. Dile a tus hijos cuánto los amas.

Alexis lo hizo. Expresó su amor, expresó el dolor que le causaba la honda distancia temporal y espacial que lo separaba de sus hijos, y de esa expresión obtuvo un alivio y un sinceramiento necesario para continuar su viaje.

Treinta y dos años más tarde y solo unos días después salió nuevamente de la casi-muerte para encontrarse con Ariadna y los recuerdos registrados por su hijo Valentino. Su hijo había reaccionado afirmativamente ante el mensaje de amor de su padre, pero Nadia no volvió a grabar esos quince minutos anuales, ignorando no solo el mensaje de Alexis sino las presiones y ofrecimientos de la Corporación. Alexis percibió la ausencia de su hija como una muerte más. También sintió que algo moría dentro de él y que el helado brillo de las estrellas lo llamaba lejos de la Tierra de manera definitiva. No pudo volver a hacer el amor con Ariadna y renunció a la posibilidad de simular a Catalina. La última grabación que visualizó no fue de su hijo sino de un hombre desconocido, un funcionario de la Corporación. Valentino había fallecido a la edad de ochenta y un años a causa de un cáncer de páncreas y Nadia se había rehusado, incluso en esas circunstancias, a comunicarse con él. Esta vez el llanto de Alexis fue amargo e incontenible y lo único que hizo Ariadna fue abrazarlo para darle un poco de consuelo. Cuando entró en la cápsula criogénica para realizar el último salto temporal hacia su planeta de destino sabía con claridad que ya no era un habitante de la Tierra y que el viajero estelar que había soñado ser era por fin alguien concreto que no se parecía a él. Se había convertido en un desconocido para sí mismo y no solo tendría que resucitar de la criogénesis, sino que tendría que encontrar una nueva manera de existir, ya sin ser padre, ni esposo. Ya sin un hogar al cual regresar. Un desterrado privado de toda posibilidad de retorno.

Abrió los ojos. Ariadna le anunció que habían llegado a destino.

Resplandor verde

las estrellas le ofrecían insomnio
el imposible enlazaba su voluntad
y una sombra lo perseguía
a través de laberintos de amores necios:
la sombra de su propio corazón hueco
la sombra de sus días solo soñados

no tenía el control de sus neuronas
su alma se negaba a sentir la verdad
e hilaba palabras en universos rotos
o se coronaba de frío en deseos muertos
tan muertos como la superficie lunar
o un ojo que contempla absorto la nada

entonces hubo un despertar, un eco
algo sucedió que navegó hacia él
que trastocó su inercia de fantasma
fue un resplandor verde en la noche
que no le soltó la mano pese a todo
y hasta la aurora quiso brillar

Trompos enloquecidos

Intrascendentes es lo que llegamos a ser. Algunos supurando al final una memoria falsa de sí mismos, pero en general, agusanados sin remedio por el olvido. ¿Dónde está entonces el propósito sino fuera de nosotros mismos, atravesándonos como carne descartable por momentos, pero en general arremolinando vientos de cambio a nuestro alrededor que no podemos controlar? Entre uno mismo y su sombra no hay mucha diferencia y el amor, la amistad, el abrazo dado al que llega de una brutal intemperie no le devuelve el brazo perdido a manos de una granada bien entregada. No hay tampoco significativos momentos de eternidad pues la eternidad incluiría así momentos ridículos y cabezas cortadas por aspas de helicópteros en circunstancias irrisorias. La verdad sea dicha: intrascendentes es lo que somos. La única salvedad posible a esta intrascendencia que nos babea la frente parece ser el apelar al acto único, a burlarse del destino, a romper los esquemas mentales y sociales y crear un hueco de horror o de pasión donde antes todo se suavizaba en paisajes tranquilos. Pero eso quizás es una trampa más de la insignificancia tratando de aferrarse a un significado. Vamos girando como trompos enloquecidos por el espacio y ni siquiera nos damos cuenta. Gemimos en la oscuridad nuestro dolor y nuestro placer como animales acorralados por el deseo. Lloramos nuestro fragmento de realidad que aspira a la podredumbre. No hay consuelo.

Nitidez

La superficie del agua se rizaba con las ráfagas de viento. La geometría de los leves rizos variaba constantemente pues el viento se movía laberínticamente entre las rocas, alguna de las cuales lo cortaban con superficies tajantes mientras que otras lo respiraban con oquedades y curvas suaves. Y esa suavidad se deslizaba hacia la opacidad blanca de tu espalda extendiéndose desde el borde de la sábana con una ondulación relajada de la piel a medida que respirabas con la cara apoyada sobre la almohada. Tu cara de perfil sobre la funda de seda tenía la ternura del sueño. Con los ojos cerrados y las pestañas finamente entrecruzadas me ocultabas aquel atardecer sobre las olas espumantes y los navíos anclados en el puerto. Las gaviotas descansaban en hilera sobre el muelle al que solitario me adentraba cuando volvías a pisar sobre la alfombra descalza y caminabas hacia mí con el rostro diciendo lo indecible. Había en tus cejas un arco leve que se elevaba en el aire con la paciencia y soltura de una golondrina dando vueltas en el cielo, experimentando el vuelo como un regalo. Y envolvía tus manos con las mías. No sé cuál de los dos tenía los dedos fríos y necesitados de calor, no sé de dónde vino la tibieza. Al caer el rocío matutino una telaraña de perfecta arquitectura dibujó con perlas brillantes de agua retenida una delicada joya vibrante. Luego volvió a salir el sol, trazando afilados rayos entre dos nubes cenicientas que por fin se apartaron para que me dieras un beso hecho de miel y de misterio. En ese beso nacieron otros besos que se fueron espiralizando hacia la noche, elevándose en el titilar de una estrella, de diez estrellas, de mil estrellas que esparcidas por la bóveda del cielo nocturno nos empujaron hacia el descanso veraniego junto al vaivén plateado del mar. Te quise más clara, más tornasolada, y una fogata de crepitar delicado se encendió entre nuestras sensibilidades expuestas como flores recién brotadas. Tocarse y no retraerse como la sensitiva, sino exponerse, dejar que el río se vaya deslizando entre los bordes arenosos del barranco con sus peces de aletas cimbreantes. Y del vaso de cristal perfectamente transparente dejar que vaya descendiendo la sed sobre mi metabolismo encendido en trillones de células que tienden por medio de un deseo unificado a tu abrazo y se transfiguran desde su corporeidad orgánica, que con tanta facilidad el tiempo va desintegrando, borrando capa a capa, para alcanzar en ese abrazo una eternidad resplandeciente. Es la nitidez del amor.

Rabia

No era que no quisiera entenderla. Hice un gran esfuerzo para lograr que sus palabras regresaran al plano de lo inteligible. Presté mucha atención y era tanta mi atención que me acusaba de mirarla con ojos fijos, con semblante inmóvil, como si mi cara se hubiera vuelto una piedra sostenida por pilares de carne caliente. ¡Le estaba prestando atención y me reprochaba una insólita e inexistente indiferencia! Me empeñaba en el esfuerzo de entenderla mientras ella levantaba la voz sin necesidad, gritaba sin motivo, aullaba casi mientras rompía algún plato o vaso con estrépito contra el suelo. Acababa casi siempre en una escena de llanto y se encerraba en el cuarto. Cada vez que huía en dirección al dormitorio yo sabía que tendría que dormir en el sillón. Le dije muchas veces que no entendía, que no la entendía en absoluto, pero no quiso aceptarlo.

Con el bebé tampoco encontré solución, ni alivio. Claramente no sabía que yo era el padre. Ni siquiera podía estar seguro de ser su padre ya que es posible que ella fuera una perra prostituta cuando yo no la veía, cuando yo estaba en la oficina de gastos comunes de Urrutia. Mientras yo recibía uno tras otro a los vecinos del complejo residencial y atendía sus estúpidas quejas en mi cubículo que pretendía ser un escritorio y no era más que una caja para mi vida de rata, ella podía estar cogiendo con cualquiera, hasta con Ramírez, el portero, que siempre la mira con baba en la comisura de los labios y esos ojos saltones de sapo alzado. Es muy probable que ese bebé solo fuera un intruso en mi vida, como esta mosca, ¿la ve? ¡Maldita mosca! Si no me tuvieran esposado me encargaría de ella y también de usted, oficial. ¡No se reía que le empeora la cara de mono! ¿Usted criaría al hijo de otro? Se imagina atender las necesidades de un engendro salido de los testículos de un desconocido. No creo que usted pudiera hacer algo así a conciencia así que seguramente me entiende. Y entiende que cuando una mujer es puta y desconsiderada, y no sabe hablar en el idioma en el que uno habla, uno no puede permanecer eternamente indolente, inerme, anestesiado.

A veces venía su madre a visitarnos. Ya sabe lo que significa una suegra, ¿no? Son cucarachas que escarban en los rincones y no terminan nunca de decir lo que piensan. Podía notar la complicidad de ellas. Comprendía que esa mujer pretendía ser la vocera de mi esposa, o sea de la hija que había escupido al mundo después de una cópula monstruosa con su ya fallecido concubino. Esa mujer no había tenido la dignidad de casarse y se atrevía a darme consejos sentada en mi mesa. Creía que mi displicencia era atención. Es cierto que a ella si la entendía y no a ese pedazo de torpeza maltrecha de mi esposa, pero entenderla no quería decir, claro está, aceptar que me viniera a enrostrar alguna clase de preponderancia bajo mi techo. Por suerte me decidí a echarla. Le grité en la cara hasta que mi saliva saltó sobre su rostro como una lluvia de escupitajos. Nunca más volvió. ¡Mejor! Un problema menos.

¿Qué si aún existían expresiones de afecto? ¡Está delirando, oficial! Y es raro que un hombre de la ley pregunte tales cosas. Creo que debería hablar con el comisario y no con usted. Debería decirle a su jefe que su subordinado es demasiado tierno y necesita unos días de calabozo. ¡El afecto, el amor, toda esa mierda, no existe, nunca existió! ¿Acaso no se da cuenta de que son el producto de un fantaseo femenino mediante el cual nos obligan a representar el papel de macho querendón? Ni siquiera es real el amor a los niños. Esas bestias irracionales no pueden darnos nada a cambio de nuestras atenciones. Son parásitos. ¡Fue terrible el día en que me di cuenta de todo esto, de esta horrible mentira que era mi vida! Nunca fui otra cosa más que un autómata que cumple un rol y luego otro rol y luego otro, sin ser jamás yo mismo. No fue una iluminación como suele decirse cuando a uno le llega una revelación. Fue una caída en el pozo de mierda de la verdad.

¿Me entiende? ¿Me entiende, oficial? Uno no puede ser un títere de los deseos y voluntades ajenas hasta la muerte. Hay que despertar y solucionar el asunto al menos con un acto de desesperación. Yo no tenía los medios para hacer otra cosa más que aullar mi rabia y destruirlos. ¡Tuve que hacerlo! Ahora me siento auténtico y seguiría plantado en esta hermosa autenticidad, aunque tuviera que permanecer hasta la muerte en la cárcel. ¿Cómo podría arrepentirme? ¿Cómo? Fue inmenso el placer de estrangularlos. ¡Inmenso!

Al fondo del bar Mareo (letra)

Al fondo del bar Mareo
te encontré y no te buscaba
y casualmente me diste
mucho más que una palabra

En mis labios sellaste
como un dulce licor
besos tiernos demorados
y me olvidé del reloj

Dame más de tu copa
dame más de tu ardor
dame más de tu copa
dame más de tu ardor
Por esa puerta no salgo
hasta soñarme con vos

Llevo a todas partes
el milagro de que estés
la belleza de que ves
mi corazón a través
Como un puñal sin envés (estribillo)

Segunda parte / REPITE LA FORMA:

Al fondo del bar Mareo
te encontré y no te buscaba
y casualmente me diste
mucho más que una palabra

De la tóxica noche
De un demorado dolor
Arrancaste mi alma
Y la llenaste de amor

Dame más de tu copa
dame más de tu ardor
dame más de tu copa
dame más de tu ardor
Por esa puerta no salgo
hasta soñarme con vos

Llevo a todas partes
el milagro de que estés
la belleza de que ves
mi corazón a través
Como un puñal sin envés (estribillo)

Tercera parte y última/ REPITE TODOS LOS RITMOS, CIERRA CON MÁS DEL ESTRIBILLO.

Al fondo del bar Mareo
te encontré y no te buscaba
y casualmente me diste
mucho más que una palabra

Ni tu padre ni tu madre
Ni tu abuelo Nicanor
Me quitarán de la mente
la locura de este amor

Dame más de tu copa
dame más de tu ardor
dame más de tu copa
dame más de tu ardor
Por esa puerta no salgo
hasta soñarme con vos

Llevo a todas partes
el milagro de que estés
la belleza de que ves
mi corazón a través
Como un puñal sin envés
(Repite al final tanto como sea)

La enfermedad divertida

Estaba en un restaurante con una flamante cita cuando sufrió el primer síntoma. La rubia de cuerpo exuberante y pestañas postizas se quedó mirando el espectáculo de su manifestación patológica con el rostro espantado y luego se largó a correr entre las mesas alertando con sus gritos a todos los comensales y derribando la bandeja extremadamente cargada de platos y copas de un mozo que tuvo la mala suerte de ver su traje recién salido de la tintorería cubierto de salsas y vino derramado. Todos los ojos se enfocaron en él. Y de un ojo se trataba. El ojo derecho, más precisamente, que se escapó impecablemente de su órbita. Él ya se lo esperaba hacía un tiempo, pues en varias oportunidades había logrado descubrirlo en el momento en que intentaba escabullirse y con la adecuada presión de un dedo índice bien erguido obligarlo a permanecer en su lugar. Esta vez se había distraído de las perturbaciones en su cara que anunciaban el colapso óptico con la excitación de imaginarse en la cama con la rubia, cuyos senos prominentes le parecían una abundante promesa carnal. Lo irónico es que el ojo, antes de caer sobre el embaldosado y perderse de vista, rebotó sobre la mesa y golpeó con acierto improbable en la copa de vino de la rubia sin que esta pudiera huir a tiempo para evitar que le rociara el rojo líquido sobre el flamante vestido. Al menos no era sangre.

En cuanto su ojo derecho se dio a la fuga, se tiró al suelo y empezó a buscarlo en cuatro patas, indiferente a la alteración que ocurría a su alrededor. Cuando logró atraparlo suspiró con alivio, pero no se atrevió a ponerlo en su lugar de inmediato porque supuso que estaría sucio a causa de la revolcada. ¡Mi ojo se revuelca y yo no!, pensó, contrariado. Se dirigió a los baños mientras el escándalo en el restaurante derivaba hacia una agitación menos estruendosa y una marea de conversaciones todas centradas en el fenómeno del cuál había sido el protagonista. No es algo de lo que uno puede sentirse orgulloso, se dijo a sí mismo en voz baja, mientras lavaba su ojo fugado y se lo volvía a colocar con cuidado. Ese fue el momento en que tuvo que resignarse a la certeza de que sufría de la enfermedad divertida.

Desde la fuga de su ojo derecho los imprevisibles achaques de su enfermedad siguieron su curso sin que las consultas con afamados médicos derivaran en otra cosa que en convertirlo en conejillo de indias del renombrado laboratorio hechizoterapéutico Malleus Beneficarum en el que se experimentaba con toda clase de pases mágicos sobre los pacientes y que, alcanzando con ello fama internacional, había desarrollado buenas estrategias de alivio para varias enfermedades absurdísticas, loqueréuticas y maravitológicas. Sin embargo, el renombre y los éxitos del laboratorio no contribuyeron en nada al alivio de su propio desastre antibiológico pues la enfermedad divertida se resistía a toda clasificación, magia y tecnología. Irónicamente, su triste soledad de fracasado amoroso, coronada por la huida de la rubia portadora de senos turgentes a causa de su propia digresión orgánica ocular, le permitió enfrentar sin la atención escandalizada de nadie a su alrededor, los irrefrenables y aleatorios síntomas de la enfermedad divertida.

Los días se cargaron de novedades todas centradas en su propio cuerpo. Tras una pesadilla podía encontrarse con sus propias manos tratando de estrangularlo, con lo cual descubría lo indefenso que puede estar uno cuando sus propias manos no lo obedecen y el hecho inútilmente afortunado que no tenía en ellas la fuerza suficiente como para llegar al éxito. Hasta dos horas podía verse en el trance de su propio intento de estrangulamiento sin lograrlo, alienado de unos miembros que entre sí parecían colaborar amorosamente. Las piernas también tenían complicidades entre ellas, aunque no había nada que llegara a conjugar los esfuerzos de las piernas con las manos. Cuando menos lo pensaba sus piernas dejaban de seguir el camino que intentaba marcarles y se ponían a bailar o zapatear o saltar, sin el menor sentido del ritmo y la armonía.

La desconexión de sus músculos respecto de su voluntad fue creciendo hasta que finalmente obligó a su internación en un Centro de Atención para Sufrientes de la Enfermedad Divertida en el que se tuvo que acostumbrar al continuo parloteo de bocas que no obedecían a la voluntad de sus dueños y hablaban en miles de idiomas forjados al azar, insensatos, o caían en largas risotadas que a veces terminaban en estertores desesperados y a veces se contagiaban hasta formar un coro riente que terminaba conquistando en una sincronía feroz su propia boca. Se hizo obligatorio colocarle, como a los demás pacientes, un chaleco de fuerza, a fin de posibilitar su alimentación e hidratación mediante suero intravenoso. Seguramente los enfermeros y médicos del lugar hubieran preferido que al chaleco se le sumara la mordaza, pero el público general se hubiera escandalizado con una medida de supresión del habla que no solo evitaría el parloteo y la carcajada de las bocas en sus períodos de descontrol, sino también la libre expresión de los pacientes. Él más que nadie aprovechaba los momentos en que su boca le obedecía para charlar con los funcionarios, para intimar con ellos en recuerdos y aspiraciones, en anécdotas y esperanzas, aunque la asimetría entre los hablantes era más que evidente.

En el apogeo de la enfermedad sus ojos ya no se mantenían quietos en sus órbitas y la rebelión caótica de sus músculos era tan desastrosa que el chaleco de fuerza y las correas de seguridad con que lo ataban a su camastro se volvieron algo permanente. Eso no hacía menor la agitación de su musculatura, que por momentos era tan frenética que era posible pensar que su cuerpo estallase, desarticulado y desgajado en partes inconexas. Ya no pudo hablar sensatamente nunca más, ya solo quería la muerte o que su cerebro fuera transplantado a otro cuerpo, una posibilidad todavía lejana para el desarrollo tecnomágico de la época. Su vida, como la de tantos otros, terminó algún tiempo después, mediante un compasivo acto de eutanasia. Mientras la inyección letal hacía efecto su boca lanzó una última carcajada.

Bueno, en realidad no fue así. En realidad, se encontró la cura para la enfermedad un poco antes de que se decretara la eliminación compasiva de su existencia. Un buen escritor puede también tener estos deslices divertidos en los que en un anticlímax despiadado destruye al personaje con el que el lector quizás se sintió de algún modo empático y compasivo. Por eso debo dejar claro que este hombre, el de la historia que acabo de contar, logró recuperar la normalidad en su vida e incluso reencontrarse con éxito con la rubia de senos abundantes, exagerados hasta el hartazgo, con la que tuvo una historia de amor insólita que alguien más contará si encuentra tiempo suficiente.

Aparición

A veces recordaba los viejos tiempos: algodón de azúcar deshaciéndose en la boca, calesitas, fuegos artificiales, una copa llena de champaña para celebrar la llegada del año nuevo, seres queridos que ya no existían ni tenían rostro en la memoria. En ese tiempo había mucho por lo que tener esperanza y mucho por lo que reír y no la oquedad sin futuro donde ahora vivía. Todo se había desvanecido con la llegada de los monstruos, con la conversión de la humanidad en una sombra carnívora y torpe de sí misma. Había tenido que salir de caza con sus ropas cada vez más ajadas y sucias, su campera de cuero raído y sus botas militares, algo de cuerda, tijeras, agujas de coser, yesqueros y fósforos, cigarros añejos, un cuchillo al que había que mantener afilado y tantos otros pequeños recursos con los que llenar la mochila incluyendo, por supuesto, una botella de plástico llena de agua. Lo más importante: el hermoso bate de béisbol que le había regalado su padre y con el que golpeaba las cabezas de los zombies con entusiasmo, dejándose llevar por un irrefrenable odio hacia lo que significaban.

Había podido comprobar como buen sobreviviente que los zombies no eran eternos. Se fueron deteniendo con el paso del tiempo y ahora solo quedaban algunos gemidores que se arrastraban con los ojos nublados tratando de acercarse a él en vano. También había muchos sobrevivientes que habían escapado a las mordidas y los rasguños, pero ninguno había querido quedarse como él en la Gran Ciudad. Se habían ido a vivir en granjas, apiñándose, aglomerándose entre sí con la idea vana de reconstruir el mismo estúpido mundo de relaciones sociales que había buscado su ruina y la había obtenido como premio. No se había unido a esos idealistas porque allí en la ciudad, al amparo de los edificios vacíos, se había ido encontrando con ella cada vez más. No sabía ni quería saber si era solo una proyección de su mente, pero lo que si sabía es que con ella rondando a su alrededor jamás se sentiría solo.

No recordaba bien cuando la había visto por primera vez. La luna llena la trajo hasta la azotea de un edificio de tres pisos donde él estaba a punto de echarse a descansar con su saco de dormir, de cara al cielo estrellado. Al principio, ella no lo miró. Se quedó parada con la vista dirigida hacia el noreste, donde la luna dibujaba su círculo mágico. Su vestido era gasa, su pelo era luz, su piel era sueño. Cuando por fin lo hizo, sabía que esa noche no hablarían, sino que ella esperaría a que él se durmiera plácidamente bajo su vigilancia calmante, dejando caer de su mano el bate con sangre aún caliente escurriendo sobre la superficie brillante. Se soltó a un sueño profundo y aún dormido podía verla, envuelta en una tenue calidez que la noche, la furia y el dolor no podían borrar. Al despertar se sintió más fuerte y más aventurero y no fue por casualidad que ese día encontró una buena cantidad de provisiones en un antiguo supermercado en los suburbios que todavía no había sido asaltado por los desesperados ni invadido por una manada de aulladores o de repiqueteadores de dientes.

La primera vez que hablaron, ella lo esperó en el Parque Anochecer, junto a las hamacas destrozadas, sobre una banca de madera que había resistido bien la intemperie y el abandono. La luna llena había regresado. Él se sentó con cuidado a su lado con el temor irrefrenable de verla esfumarse como en otras oportunidades para convertirse en un revoloteo de luciérnagas que pronto se extinguían en el aire. “¿No te gustaría volver a tener amigos, Caleb?” Él le dio una larga explicación de su reticencia a volver a vivir una vida que se construye alrededor de las mentiras, de su idea de agotar hasta el último día de su pobre existencia en un vagabundeo que solo lo llevara de un lado a otro, sin rumbo. E hizo énfasis en que ahora que ella regresaba cada cierto tiempo a visitarlo no se angustiaba como en el pasado por la falta de compañía. Ella lo escuchó atenta todo el tiempo, como si no se cansara nunca de sus palabras, con una suave sonrisa sobre sus labios que no lograba disimular la tristeza que emanaba de sus ojos. “Quizás la soledad se aferró tanto a ti que tú te aferraste a mí y a la soledad”, le dijo, sin reprocharle nada.

Con el tiempo el halló que de lo poco que podía hablar con ella era sobre todo de los bonitos recuerdos de su infancia y su adolescencia, pues le pesaba y hasta le avergonzaba aventar hacia su belleza los detalles rutinarios y amorfos de su vida de sobreviviente. Ella, a su vez, era experta en tomar esas imágenes que él le ofrecía y realzarlas con mejores y más nítidos detalles, con más amplias anécdotas, elaborando sus relatos con una dulce voz que atravesaba el silencio sin rozarlo. Sin embargo, también solía sacarlo de su añoranza mostrándole que el presente no estaba hecho solamente de cenizas y detritus o de esperanzas vanas. Le indicaba la manera de encontrar belleza entre los escombros, en el trazo de las telarañas, en el vuelo de los pájaros que habían vuelto y anidaban en los viejos edificios, en el avance de la vegetación por entre los resquicios y fracturas cada vez mayores de las siluetas de concreto y acero de la Gran Ciudad. Y cada tanto le preguntaba si no quería irse con los otros, hacer amigos, empezar una vida nueva que no fuera ese vagar en las sombras cadavéricas de una realidad devastada. Él no se atrevía a darle la negativa, pero tampoco le hacía caso. Sentía que el mundo estaba completo deambulando entre las ruinas y volviendo a encontrarla una y otra vez para charlar sin apuro hasta que volvía a disolverse.

Todo siguió así por muchos años mientras él envejecía despreocupado, sin pensar en el futuro o en la muerte. Los zombies finalmente dejaron de moverse y todo fue un gran suspiro que terminó apagándose, una paz inmensa, con la inefable, la etérea, yendo y viniendo bajo la luz de la luna para volver a él cada tanto. Ella no envejecía y eso lo convenció de que, en efecto, no era real, pero no le importó. Además, cada vez permanecía más tiempo junto a él, y se acercaba más sin llegar a desvanecerse. Aunque no fuera real, aunque fuera solo un reflejo de su propia alma quebrantada, la amaba y sentía que ella no iba a abandonarlo nunca como lo haría un ser capaz de olvidar. Así que el día de su muerte, cuando por fin sintió que las manos blancas de su amada le acariciaban la frente, dejó de soñar y se desvaneció con ella hacia el otro lado de la existencia.

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