Una dolencia del alma

En principio su dolencia resultó incomprensible. Sufría con un dolor nítido acompañado de una fuerte fiebre persistente que se distribuía por todo su cuerpo, con un énfasis mayor en el órgano de los latidos. Se le sometió a una serie de análisis exhaustivos: electrocardiogramas, electroencefalogramas, tomografías, radiografías y endoscopias, utilizando todos los orificios disponibles. Nada se pudo determinar excepto la indeterminada naturaleza de su sufrimiento. Se le inyectaron calmantes por vía intravenosa durante meses enteros como mero paliativo y hasta se pensó en crear una ley ad hoc con el fin de autorizarle el suicidio asistido, propuesta que en el furor de las disputas políticas terminó diluyéndose en nada.

Así fue hasta que un filósofo absolutamente desconocedor de la naturaleza del cuerpo humano pero experto en almas, sugirió que aquello era mal de amor. Fue una hipótesis fructífera pues luego de intensos interrogatorios el sujeto doliente del caso logró recordar que estaba enamorado de una manera terminante, decisiva y apoteósica. Se trataba de un singular caso de enamoramiento infernal metastásico no correspondido que el propio sujeto había bloqueado interiormente para olvidar. El olvido a nivel consciente le llegó, pero no a nivel intracelular. Sus mitocondrias ardían con un fuego insaciable. Lo primero y más urgente fue darle muchos baños de agua helada, alimentarlo solo a base de helados y aplicarle compresas frías. Su sufrimiento disminuyó, pero no lo suficiente. Sus alaridos de amor continuaban, obligando al hospital a implementar una habitación especial para él con paredes a prueba de sonidos.

Fue el doctor Mangel el que propuso una solución definitiva cuyo consentimiento fue firmado por el paciente. En acuerdo con la propuesta de Mangel se decidió extirparle el órgano de los latidos, es decir, el corazón. La operación fue exitosa, pero, para incomodidad de todos los cirujanos y ayudantes de cirujanos intervinientes, el sujeto ya carente de corazón no actuaba como un insensible sino más bien como un descorazonado aun ardiendo en amor. Todo en su vida se volvió prístino y racional, pudo volver a trabajar, pero la fiebre y el dolor del amor fueron sustituidos por una constante y disimulada ansiedad que cada tanto se le subía a la cabeza y lo llevaba hasta la cornisa más próxima. Era un verdadero problema para las fuerzas públicas de seguridad que, cada cierto tiempo, se veían obligadas a impedir que se lanzara al vacío, a persuadirlo de que no terminara con su existencia e intentara una vez más llevar una vida normal.

Lo asombroso del caso llegó después de treinta intentos de autoeliminación de este sujeto descorazonado. El objeto de su amor, una mujer que solía pintarse las uñas de color rosado intenso con pintas doradas, se enteró por fin de las peripecias de su víctima y llegó a la conclusión de que tal vez debía prestarle algo de atención amorosa. Lo que la motivó, sin embargo, fue mera compasión y egoísmo. Después de cinco fracasos amorosos la mujer decidió que aquel hombre descorazonado enamorado de ella podía ser un buen partido. No fue su actitud lo asombroso, sin embargo, sino la reacción del hombre descorazonado. Para desazón de los que habían tratado de curarlo y protegerlo de su propia autodestructividad durante todo ese tiempo, el hombre sin corazón simplemente se desilusionó y se apartó de ella como de una plaga y actualmente se encuentra en trámite para adquirir un nuevo corazón. Tal vez lo consiga dentro de tres o cuatro años ya que la lista de espera es muy larga.

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