Monólogo de un loco

Las sombras han crecido demasiado y han arrasado todo lo que daba sombra. Yo daba sombra y fui arrasado. Ahora me deslizo sin mis zapatos. Estos harapos prestados me los dio la oscuridad. ¿De dónde viene ese ladrido? ¿Soy yo ladrando? ¿Muerdo viento? Tengo la boca seca porque hace mucho que no lamo la sangre que gotea de esa canilla rota.

Delicioso charco rojo, dame un suave desliz sobre la mejilla, empápame la frente y anúnciame la muerte. La vida tiene demasiados matices, demasiada luz quemándome los ojos, destrozándome las pupilas. Prefiero la ceguera. ¡Ceguera, ceguera, ceguera! En la noche donde las astillas de vidrio cortan venas repletas.

Hay un puerto y en el puerto un muelle y en la punta del muelle rompen las olas para que yo me lance, me hunda, me ahogue. Toda esta jarana de cuerpos que se agitan, trabajan y sudan no sirve para nada, nunca sirvió para nada y nunca servirá para nada. Ojalá toda esa carne se abra como una boca y se trague entero un océano de odio. ¡Que se ahoguen, que dejen de bullir como porotos de un guiso podrido!

Aunque no me crean, aunque yo no lo crea, le arranqué al cielo un buen trozo y lo estrujé con mucho cuidado con mis dedos de acero. Lo estrujé hasta que conseguí un átomo de horror que no podía existir, que quiso ser la nada y me obligó a mirar en otra dirección.

La cabeza… ¿Dónde tengo la cabeza? Varias veces he dado vueltas por este patio lleno de idiotas, buscando mi cabeza desesperadamente, sin encontrarla. ¡Devuélvanme mi cabeza! Quiero gritar, pero mi grito está en otro lado, donde tengo la boca, donde esta esa cabeza que es mía y me la quitaron con camisas de fuerza e inyecciones. Está ansiosa de lamer sangre esa maldita boca traicionera.

¡Grito! Me escucho, me busco, aquí estoy, mirándome. Mirando esta sombra con esta cabeza que mi madre ha puesto en un bollón. Me gustan esos destellos. Me hacen sentir como un feto en formol. ¿No es encantador flotar eternizado tras un brillo de cristal? Pero todos esos restos y huellas de mi materia con los que voy tropezando no alcanzan para que deje de pasar por los resquicios de las puertas. Me cuelo, asesinando pieles perfumadas.

La última vez que creí en algo tuve que correr sin parar. Tropezaba, me caía, perdí un brazo, luego otro, luego fue una pierna y luego solo me quedo saltar en esa única pierna. Saltar, arriba, saltar, abajo, saltar, arriba, saltar, abajo, con mi ridícula pierna. Ahora lo recuerdo, recuerdo que me fue quedando solo un torso danzarín que se meneaba en un caldo bien saborizado y fue ahí que me quitaron la cabeza y se la dieron a mi madre. ¡No, no era mi madre! No. Era una prostituta, una devoradora de inocencia que se afiebraba en orgasmos pegajosos.

Esta baba inmunda no me deja ver la nada de mi átomo. Escupo y la baba sigue ahí, colgando, tratando de alcanzar el fondo de este pozo, pero no hay fondo, no hay. Solo sigue alargándose, infinita, la baba del odio, la baba del deseo, la baba del sin sentido, y todo va cayendo junto con esa baba hacia su derrota final. Si me concentrara, si no me distrajera babeando y dejando que la baba recubra todo, podría pararme en el centro de mi miseria con una sierra eléctrica y esperar el paso de las reses muertas. No se puede vivir la vida sin que la carne sea masticada.