El buen samaritano

Un extraño de traje y corbata se acercó.
-Hola, amigo!!!!
-Hola. -respondió el linyera a desgana.
-No es a usted a quién le hablo, sino a su perro. ¡Pobre perrito!
-Bueno, entiendo. Hable usted si quiere con él. Es mi mejor amigo.
-¿Y así es como lo cuida? ¿No es eso sarna en las puntas de sus orejas?
-¡Hago lo que puedo! Me acompaña en las buenas y en las malas.
-¡En las malas, dirá! ¡Pobre perrito! Ven aquí amigo, ven…
El perro miró al extraño bien vestido con desconfianza.
El linyera también miró desconfiado. Su mirada y la del perro sintonizaron.
El extraño extrajo una bolsa con alimento para perros.
Tan pronto lo vio, el perro olfateó y se tentó.
El extraño volcó un puñado de granos sobre las baldosas grises de la vereda.
-¡Toma, perrito, debes de tener mucha hambre, sin duda!
El perro devoró con ansia el alimento hasta la última partícula.
El linyera no dijo nada. Sintió impotencia.
-¿Querrías venir conmigo? -dijo el extraño, con voz decidida, mientras acariciaba al perro con una mano enguantada.
Eran guantes desechables de plástico. No quería contaminarse.
-Señor, es mi perro. ¿Me lo quiere quitar? -dijo el linyera, alertado.
-¿Quitártelo? ¿No ves que no puedes cuidar ni de ti mismo?
-No, señor. Es mi amigo y no dejaré que se lo lleve.
-No me lo voy a llevar. Lo que voy a hacer es evitar que lo sigas atormentando. Estoy cansado de que roñosos como tú les den vidas miserables a estos pobres perritos.
-¡Entonces váyase! -gritó el linyera, levantándose de su asiento improvisado con cartón y trapos sobre la vereda.
-¡Váyase! -insistió, con ademanes de sus manos.
El hombre solo se alejó un poco, con una sonrisa pretenciosa en la cara.
El perro empezó a tambalearse. Los ojos se le opacaron. Unos segundos después quedó inmóvil.
Estaba muerto.
El linyera miró con ojos espantados a su compañero. Se abalanzó hacia él, intentó reanimarlo. Nada.
-¡¿Qué hizo, maldito miserable, qué hizo?!
-Lo que se tenía que hacer, inútil. Ya no va a sufrir, ya no lo vas a usar como muleta de tu vida miserable de perdedor.
Las palabras del hombre elegante y uñas acicaladas enfurecieron al linyera. Con los ojos irradiando odio se lanzó sobre aquel sujeto despiadado que acababa de terminar con la vida de su mascota. Cerró los puños con fuerza y trató de golpear.
Aquel hombre era hábil. Se dejó golpear en la cara una única vez de manera estudiada y luego no solo esquivó sus embates sino que lo golpeó bajo las costillas, haciendo que se doblegase penosamente y luego le lanzó un duro puñetazo a la cara que terminó por desparramarlo en el hormigón.
Tres dientes y un hilo de sangre salieron de la boca del linyera.
-¡Te atreviste a atacar a un ciudadano decente que paga sus impuestos! ¡Idiota! ¡Y me alegro de que lo hayas hecho!
Dicho esto, el hombre trajeado le dio una patada en la cabeza al linyera, con saña, y le hizo perder el conocimiento.
Sacó su celular y llamó a la policía. Denunció haber sido agredido por un indigente sin motivo claro.
Todo esto sucedió mientras los transeúntes pasaban de largo, desentendiéndose.
Al rato llegaron los policías. Para ese entonces el hombre de prolijo traje había tirado dentro de la bocatormenta de la esquina más cercana el cadáver del perro, había atado al indigente de pies y manos y le había hecho tragar vino barato con una petaca mojando su ropa con el líquido restante. Luego se había quitado los guantes y los había puesto dentro de una bolsa con cierre zipper que terminó en uno de sus bolsillos.
-Este idiota borracho me agredió al pasar. ¡Miren ustedes el moretón en mi cara! -dijo, en cuanto llegaron los policías, que pronto aceptaron la versión del hombre de apariencia decente. El alcohol derramado en las ropas del indigente, su aliento alcohólico, sus palabras incoherentes, daban un panorama adecuado a la acusación.
-¡Seguro que está loco! -siguió diciendo el elegante sujeto, con aires de calma razonable -Me acusa de matar a su perro, un perro que solo puede ser el producto de su imaginación.
-No, no es producto de su imaginación, señor. En nuestras rondas lo hemos visto acompañado de un pequeño perro -dijo uno de los policías, y luego agregó: -Debe de haberse ido y este pobre tonto ha perdido la cabeza al verse solo.
-Puede ser, agente, pero eso no justifica que ataque al primero que pase. Por suerte sé defenderme.
-Si, ya veo -replicó el policía, con una mueca de falsa comprensión.
Los policías le quitaron los amarres al linyera y luego lo esposaron. Pasaría un tiempo en algún sucio calabozo.
El hombre, que lucía a esa altura como un buen samaritano víctima de una agresión gratuita, agradeció a los agentes por la ayuda prestada.
Luego, con orgullo, pensó que ese día había hecho una buena obra.