Vacío

Vacío. Eso era lo que lo retraía hacia la rutina de los días sin motivos. No había interés por la vida en su mirada. Se había apagado la llama que lo había traído al mundo. Una rutina de pequeños hechos y breves realidades lo tenía dando vueltas alrededor de la nada. No había logrado encontrar el amor, ni la amistad, ni a sí mismo a través del laberinto de tantos pensamientos erráticos. Vacío, así se sentía y así vivía.

Pero en el vacío hay una distancia que quiere recorrerse, una esperanza de un fluido que quiere derramarse en ese cuenco negro y brillar cristalino aspirando rayos perdidos y concentrándolos en una irradiación alegre. Tal vez fuera una alegría tenue, un relumbre sin agarre, un juego de luz sobre una sombría permanencia. El vacío no era solo vacío. Lo empujaba hacia algo, hacia algún lugar donde sentir de nuevo que estaba vivo.

Se esforzó en cruzar el vacío. Nadie lo acompañaría, pero eso no era suficiente obstáculo para su intento de encontrarse en la nada silenciosa de su propio ser. Lo haría inmerso en algún paisaje suyo y nada más que suyo. Tal vez se podía imaginar alas para elevarse a ese lugar de aire fino y enrarecido. Tal vez fuera un cerro para ser escalado con las piernas aún fuertes y el pecho aún capaz de llenarse de entusiasmo. Y lo fue: subió al cerro de la cruz vacía y abandonada, de la cruz de su propia alma.

Al ascender pasó entre desconocidos que ignoraron su propósito, que no lo miraron a los ojos, que rara vez se preguntaron cómo podía aquel anciano añoso decidirse a tal peripecia. Ascendió lento, viendo pasar a su lado vidas que sonreían, que tenían adónde ir y motivos para reír que él no tenía. Subió luchando con las rocas una a una, acompañado en su ascenso por barandales endebles y flechas pintadas al descuido. Tenía que llegar junto a la cruz vacía y sentir su propio vacío reflejado en ella.

Cada tanto se detenía con los pies firmes sobre una gran superficie rocosa y miraba a su alrededor. Las alturas le mostraban la pequeñez de las pequeñas vidas como la suya, pero también le abrían en los ojos una grandeza que prometía una inmensidad para el alma. Empezó a desearse en la cima de todo, donde el vacío y la altura se reúnen y producen un milagroso vértigo de felicidad sin aferramientos ni puntos de apoyo.

Ya muy cansado, con el pecho agitado por la sonora respiración, alcanzó la base de la cruz y levantó los ojos. Para su sorpresa las nubes corrían sobre la faz del cielo con delicada soltura y la cruz parecía deslizarse en sentido contrario, móvil, viva. La cruz vacía estaba viva como él mismo en ese momento de reconocimiento mutuo con la silenciosa mole de concreto y mística cristiana. No podía rezar, sin embargo. Los hombres vacíos no rezan.

Pensó en bajar, pero la altura lo sedujo. Vio un sendero dibujado, azarosamente o no, por pies no adheridos a un rumbo y decidió perderse en él. El sendero lo llevó justo a lo más espacioso de las alturas del cerro, donde el cielo se abría por completo sobre su cabeza. Sintió que era el momento de tenderse en el suelo, sobre una piedra plana y un poco de pasto tierno, con la botella de agua a modo de almohadilla para su cuello. Abrió los ojos y miró a lo alto. Las nubes bajas seguían correteando en lo alto, y sus sombras jugaban con la sombra de la cruz. Dos aguiluchos habían levantado el vuelo más arriba aún que la cúspide de la cruz, buscando la cima celeste y más arriba aún, quién podría decir qué tan arriba, unos diseños de nubes esporádicas daban pinceladas a la bóveda celeste. Todo era un gran vacío ahora, pero un vacío pleno al cual entregarse. Voló con los aguiluchos, surcó el cielo con las nubes, sintió el cerro girar sobre el eje de la Tierra. Estaba vivo, y así murió, cuando dejó salir su ansia de sentido en una exhalación profunda y su corazón, cansado, se detuvo. Sus ojos siguieron mirando aún por mucho tiempo, maravillados.

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