Una dolencia del alma

En principio su dolencia resultó incomprensible. Sufría con un dolor nítido acompañado de una fuerte fiebre persistente que se distribuía por todo su cuerpo, con un énfasis mayor en el órgano de los latidos. Se le sometió a una serie de análisis exhaustivos: electrocardiogramas, electroencefalogramas, tomografías, radiografías y endoscopias, utilizando todos los orificios disponibles. Nada se pudo determinar excepto la indeterminada naturaleza de su sufrimiento. Se le inyectaron calmantes por vía intravenosa durante meses enteros como mero paliativo y hasta se pensó en crear una ley ad hoc con el fin de autorizarle el suicidio asistido, propuesta que en el furor de las disputas políticas terminó diluyéndose en nada.

Así fue hasta que un filósofo absolutamente desconocedor de la naturaleza del cuerpo humano pero experto en almas, sugirió que aquello era mal de amor. Fue una hipótesis fructífera pues luego de intensos interrogatorios el sujeto doliente del caso logró recordar que estaba enamorado de una manera terminante, decisiva y apoteósica. Se trataba de un singular caso de enamoramiento infernal metastásico no correspondido que el propio sujeto había bloqueado interiormente para olvidar. El olvido a nivel consciente le llegó, pero no a nivel intracelular. Sus mitocondrias ardían con un fuego insaciable. Lo primero y más urgente fue darle muchos baños de agua helada, alimentarlo solo a base de helados y aplicarle compresas frías. Su sufrimiento disminuyó, pero no lo suficiente. Sus alaridos de amor continuaban, obligando al hospital a implementar una habitación especial para él con paredes a prueba de sonidos.

Fue el doctor Mangel el que propuso una solución definitiva cuyo consentimiento fue firmado por el paciente. En acuerdo con la propuesta de Mangel se decidió extirparle el órgano de los latidos, es decir, el corazón. La operación fue exitosa, pero, para incomodidad de todos los cirujanos y ayudantes de cirujanos intervinientes, el sujeto ya carente de corazón no actuaba como un insensible sino más bien como un descorazonado aun ardiendo en amor. Todo en su vida se volvió prístino y racional, pudo volver a trabajar, pero la fiebre y el dolor del amor fueron sustituidos por una constante y disimulada ansiedad que cada tanto se le subía a la cabeza y lo llevaba hasta la cornisa más próxima. Era un verdadero problema para las fuerzas públicas de seguridad que, cada cierto tiempo, se veían obligadas a impedir que se lanzara al vacío, a persuadirlo de que no terminara con su existencia e intentara una vez más llevar una vida normal.

Lo asombroso del caso llegó después de treinta intentos de autoeliminación de este sujeto descorazonado. El objeto de su amor, una mujer que solía pintarse las uñas de color rosado intenso con pintas doradas, se enteró por fin de las peripecias de su víctima y llegó a la conclusión de que tal vez debía prestarle algo de atención amorosa. Lo que la motivó, sin embargo, fue mera compasión y egoísmo. Después de cinco fracasos amorosos la mujer decidió que aquel hombre descorazonado enamorado de ella podía ser un buen partido. No fue su actitud lo asombroso, sin embargo, sino la reacción del hombre descorazonado. Para desazón de los que habían tratado de curarlo y protegerlo de su propia autodestructividad durante todo ese tiempo, el hombre sin corazón simplemente se desilusionó y se apartó de ella como de una plaga y actualmente se encuentra en trámite para adquirir un nuevo corazón. Tal vez lo consiga dentro de tres o cuatro años ya que la lista de espera es muy larga.

Desencontrados

No sabía que existías, solo eras una suposición con la que necesitaba vivir para no perderme, aunque, de tanto buscarte, finalmente me perdí.

Todo empezó en la estación lunar Xel-1 cuando te creía posible sin atmósfera, caminando sobre el polvo plateado, alejándote sin que hubieras estado cerca jamás, con un largo vestido satinado que irradiaba una tenue luz. Esa suave incandescencia me hizo recordar lo que no habías sido nunca para mí. Creo que giraste la cabeza y miraste en dirección a la estación o tal vez era yo que daba vueltas dormido en la cama, sin sospechar que no era un sueño.

¿O te conocí antes, mucho antes? ¿Eras tu la niña de sonrisa pícara que me dio el primer beso allá en la Tierra? ¿Fuiste tú la que me llevaste más allá de los pinos, al fondo del patio de la escuela y acurrucada conmigo tras una hilera de hortensias, para ocultarnos de las miradas de nuestros compañeros y de las maestras, esperaste con los ojos cerrados ese beso mío? No estoy seguro, no, ni siquiera sé si lo recuerdo o me lo he inventado para quererte más y darme fuerzas mientras te buscaba de estrella en estrella, de mundo en mundo.

Tengo en este papel, ajado ya de tanto doblarlo y desdoblarlo , de tanto acariciarlo y dejar caer alguna que otra imprudente lágrima sobre él, tus señas anotadas con cuidado. Aquí consta el color de tu pelo, la belleza de tus ojos, el fuego crepitante de tus risas, la calidez de tus manos y muchos más detalles, sin olvidar la posición exacta de tus pecas. Todos estos datos, sin embargo, no me han ayudado mucho cuando detenía a los paseantes, a otros viajeros, a los habitantes de los lugares más frecuentados o más recónditos de la galaxia, con mis preguntas insistentes sobre ti, sobre tu paradero. Nunca tuve  una fotografía tuya. Hubiera sido más útil que estos apuntes poco creíbles que ya ni yo esperaba que fueran ciertos.

Cerca de Aldebarán, en el planetoide artificial Amar-2, un transeúnte de cuatro ojos de la memoriosa raza de los itíridos me dijo que creía recordar a una mujer muy parecida a ti que subió en el tren intergaláctico rumbo a Betelgeuse después de preguntarle, sosteniendo en la mano una pequeña libreta dorada en la mano, si conocía o había visto alguna vez a una persona igual que yo. ¡Si! ¿Puedes creerlo? En ese momento pensé que no podías ser tú, pues estaba seguro de que me habías olvidado, si es que alguna vez me habías conocido porque, ¿acaso podía estar seguro de que esos recuerdos que tenía de ti eran algo más que un producto de mis fantaseos?

De todos modos fui hasta Betelgeuse tratando de replicar tu supuesto viaje en el tren intergaláctico, sin mirar jamás por las ventanas hacia el vacío de mi alma, y pasé meses enteros vagando por las calles de la ciudad Mantra, en la luna Anxio del planeta gigante Nostalgia. No te encontré, claro, y se me oscureció el silencio lo suficiente como para hundirme en borracheras de xirilio de las que salía con la resaca de los añorantes. Alguien me ofreció aguas de Leteo para liberarme de mi pena y de mi búsqueda, que consideró una insensatez y una pérdida de tiempo. Rechacé la oferta tajante, pues siempre preferí sufrir tu ausencia para no tener que renunciar a mí mismo. Aún si no hubieras existido, yo estaba seguro de que mi corazón dejaría de latir si perdiera la fe, o seguiría latiendo pero sin ritmo ni sentido.

Y ahora, sin que te buscara, pues estaba distraído tratando de recordarte una vez más, tú me encontraste. Espero que disculpes mi risa juguetona cuando te vi con esa libretita dorada en la mano y esos ojos de asombro, como si no entendieras por qué estaba allí. Estaba allí y estoy aquí porque no te esperé, sino que te busqué. Si tú no me hubieras buscado también, con tanto ahínco, quizás no nos hubiéramos desencontrado tanto. Y ahora estos besos, estas caricias, estas miradas de tus ojos a mis ojos y de los míos a los tuyos, son el fin de nuestro viaje y también el principio.

En el templo

Entró al templo sin que ella se alertara. El traje de invisibilidad funcionó a la perfección y sus pies entrenados para el más extremo sigilo se deslizaron sobre el piso cubierto de antiguos símbolos de poder uránico sin hacer el menor ruido. Debía decapitarla, pues le habían dicho que su cabeza sería un arma perfecta contra sus enemigos. Bastaba colgar esa cabeza monstruosa frente a su escudo y en la batalla todo aquel que mirara sus ojos, congelados por la muerte en una mirada de agonía maléfica, quedarían petrificados. La única dificultad estribaba en que debía evitar que la guardiana, hija de la Madre Primigenia, lo mirase siquiera por un momento pues, de otro modo, el que quedaría petrificado sería él. La prueba de tal posibilidad la pudo ver, mientras avanzaba, patente a su alrededor. Una multitud de estatuas de hombres y semidioses abarrotaba la sala principal del templo. En realidad, no eran estatuas sino los cadáveres convertidos en helada piedra de las víctimas de la guardiana. Habían intentado hacer lo mismo que él: matarla para obtener su cabeza como trofeo y arma de guerra. Todos se habían creído capaces de lograrlo y lo único que habían obtenido era quedar inmóviles con el gesto del horror y la agonía detenido para siempre en sus rostros sin vida.

Además del traje de invisibilidad también se había provisto, con mucho esfuerzo y una gran cantidad de monedas de oro de por medio, de un escudo especular que podría reflejar la mirada de ella obligándola a cerrar los ojos, algo que le daría la oportunidad de atacarla con éxito. Se imaginó ya satisfecho, luego de pasar del degollamiento a la decapitación por medio de unos últimos tajos de su afilada daga y eso lo estimuló a continuar adelante. No podía fallar tras tomar tantas precauciones para lograr el éxito. Subió las escaleras hacia el altar mayor, donde podía verse una gran mole esférica que simbolizaba a la Madre Primigenia, y junto a ella, distraída, dándole casualmente la espalda, y pasándose los dedos blancuzcos y de uñas afiladas entre las serpientes que se agitaban sobre su cabeza cumpliendo venenosamente el papel de una cabellera.  Mientras se aproximaba el corazón quiso delatarlo, pero luego de contener la respiración y tomarse unos breves segundos para meditar y suavizar su mente, logró suprimir la excitación y enlentecer sus latidos. Ya estaba muy cerca cuando recordó, con ironía, que si hubiera sido un demonio de ultratumba los ojos de la guardiana no serían para él causa de temor y tal vez, de acuerdo a lo que se rumoreaba en la ciudad, podría incluso ayuntarse con ella en una cópula bestial y gozosa. Después de todo, en su desnudez podía verse la espalda sedosa y blanca que invitaba a pasar la lengua, las manos de dedos largos que prometían excitantes caricias y las serpientes, agitándose sin tregua sobre sus hombros redondeados, no llegaban a atemorizarlo sino más bien a excitarlo con la imagen de un amor perverso.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para estirar el brazo y deslizar el filo curvo de su daga por aquel cuello de apariencia engañosamente frágil, para lo cual debía apresar el mentón de su víctima con rapidez usando la mano izquierda, la monstruosa y al mismo tiempo encantadora guardiana se levantó de su asiento vertiginosamente, dejando caer a sus pies el collar de perlas que estaba hilando. Las perlas rodaron por el suelo sonoramente mientras ella se giraba y agazapándose se disponía a lanzarse sobre él como una alimaña. Toda aquella agitación ocurrió frente a sus ojos con la velocidad de su propio parpadeo asombrado. Pudo ver lo que parecía una sonrisa pero que no era otra cosa que la amenazante mueca con que la bestia primigenia mostraba sus filosos colmillos. Las serpientes de su cabellera se agitaron frenéticamente, elevándose alrededor de su cabeza como una corona viviente dotada de decenas de rayos dorados. Pero no se lanzó sobre él, sino que intentó primero, como era de esperar, envolverlo en su mirada y quitarle la fuerza vital, endureciendo su carne, contrayéndola en sí misma hasta la dureza de la piedra, lo cual sin embargo no logró hacer para asombro de él y de ella.

Él pensó que ya debería estar muerto pues no había atinado a protegerse con el escudo espejado y era claro que el traje de invisibilidad había sido vulnerado por la mirada asesina de su contrincante. Lo que le hizo variar bruscamente este pensamiento fue el momento en que ella logró ubicar su rostro y mirarlo a los ojos, despejando toda posibilidad de ocultamiento. Cuando él le devolvió la mirada no sintió la puñalada del horror sino el desconcierto de un sentimiento inexplicable. La guardiana tenía en los ojos el mismo desconcierto. No habría petrificación, no habría muerte en ese encuentro que iba a ser despiadado, inmisericorde. Se inmovilizaron mutuamente, es cierto, pero en un reconocimiento mutuo de sus almas. El cazador notó la distensión en sus propios músculos, la bestia primigenia salió de su postura amenazante.  

Un día cualquiera

Parecía un día más, aunque ningún día es en realidad un día más. Su padre salió a las apuradas para el trabajo, acomodándose aún la corbata mal anudada después de tirar la maleta en el asiento de acompañante con descuido, mirando el reloj con ojos nerviosos. Lo vio por la ventana, y tal vez, es cierto, podía haber sido un día más, uno de tantos en lo que su padre se iba sin darle un beso y un abrazo de despedida porque era sabido que pronto volvería. Y a ella no le importó, claro, porque su padre tan querido volvería del trabajo con una gran sonrisa y siempre tan dispuesto a charlar con su madre, con su hermano, con ella, con ánimo entusiasta, casi de niño. Pero no fue un día más porque su padre no volvió. Murió en un accidente de tránsito.

Era una niña cuando se vio a sí misma como no estando allí, como si no solo su padre estuviera ausente sino ella también, parada ante una frente pálida y unos ojos cerrados que jamás volverían a abrirse, con un vestidito negro y la mejilla surcada de agotadoras lágrimas. Fue en ese momento, un momento de angustia que no le cabía en el pequeño pecho, que le agarraba el corazón y no se lo soltaba, que sintió culpa de haber visto a su padre salir de apuro a su trabajo y no haberle dado un abrazo grande, grande como era él, con su sonrisa.  Y quiso abrazarlo, pero ya no estaba y no era él sino su imagen plasmada en un cuerpo, yéndose con la palidez de las cosas que se desvanecen. Unas manos consoladoras le impidieron acercarse a aquella imagen calma investida de una sonrisa que no alcanzaba a ser la sonrisa de su padre vivo, de su padre alegre, de su padre que siempre tenía un as bajo la manga y una broma para hacerla reír.

Entonces decidió, porque no podría ya soportar nunca más el no haberse despedido de lo amado, de lo querido, de lo no que merece olvido aunque el olvido se empeñe en contradecir la voluntad de recordar, que ya nadie querido se iría en un día cualquiera por un motivo trivial con la promesa de un regreso nunca garantido sin que ella le diera un fuerte abrazo, un abrazo para guardarlo todo, y que nadie se fuera de su lado sin su despedida y su ansia de reencuentro, de volver a ver esos mismos ojos, para que no hubiera indiferencia y todos los días fueran importantes, con sus importantes corazones y sus aún más importantes amores. Y así vivió por muchos años, queriendo y siendo querida, por sus familiares, por sus amigos, por sus enamorados, por su esposo de casi media vida, por sus hijos y por sus nietos, y siempre interpuso un abrazo a una ausencia, un beso a una partida mientras su pelo perdía brillo y luego encanecía.

Y ya estaba muy viejita, pero llena de abrazos dados y recibidos, y llena de recuerdos, y llena de flores que siempre volvían a florecer y no se rendían, cuando ella misma, como las flores, volvió sobre el camino de su memoria para nuevamente ver a su padre irse de apuro un día cualquiera y verse a sí misma mirarlo con cierta inaceptable indiferencia sin correr a abrazarlo y pedirle que no pensara tanto en el trabajo, en las obligaciones, sino que pensara en regresar a casa con su corazón de gigante. Y su padre volvió, volvió cuando todos la abrazaban y la despedían, y los árboles, que siempre sienten, con el paso inmenso de sus años, tantas voces a su alrededor seguidas de silencios, se inclinaron un poco allá afuera para mirarla a través de la ventana y estirar sus ramas y darle un fuerte abrazo de despedida.

El inconforme

“Nunca estuve conforme conmigo mismo. Y creo que es la mejor manera de expresarlo, porque, justamente, son mi forma y mi manera de ser o de querer ser los dos costados de mi existencia que nunca han corrido en paralelo. Por eso necesitaba este cambio, un cambio completo que me renueve. Para empezar, ya estoy harto de estos genitales masculinos. Quiero unos genitales femeninos discretos, fáciles de llevar, que me den esos placeres que jamás obtendré con genitales masculinos. ¿Acaso no son más estéticos los genitales femeninos que los masculinos? Pero no quiero un aparato sexual femenino, tengo entendido que son muy engorrosos con todo eso de la menstruación, los embarazos naturales, los dolores de ovario. Además, ya he donado esperma al Instituto Nacional de Procreación y con ello basta para decir que he servido a la perduración de la especie. Jamás apostaría a la reproducción natural, me parece asquerosa. No necesito quedar embarazado ni sufrir ninguna de esas experiencias femeninas de valor tan dudoso.

Pero basta ya de hablar de genitales. Quiero todo el resto de mi cuerpo acorde a la feminidad. Esta barba hirsuta, estos vellos negros y gruesos en mis piernas, esta mata de rulos en mi espalda, todo esto quiero que sea sustituido por una piel fina y grácil, una piel automáticamente perfumada a base de secreciones genéticamente inducidas. Tiene que ser una piel acariciable, tersa, que se estremezca al contacto de unos dedos curiosos y atrevidos. Estoy harto de esta especie de cuero de elefante, grueso e insensible, y de este exceso de pilosidad que no se justifica en la época en la que vivimos. ¿Por qué persiste la naturaleza biológica en someternos con sus arcaísmos de primate? Ya me imagino teniendo un rostro deliciosamente ovalado, sin siquiera una pelusa fina sobre el labio superior y carente por completo en sus bellas orejas de estos vellos inexplicables que crecen en los lóbulos.

Con respecto a mi cabellera, siempre creí que traicionaba el sentido mismo de su existencia. Siento que una cabellera debe ser algo más que un recubrimiento del cuero cabelludo. Tiene que ser una corona de nuestra vanidad, una apoteosis de nuestra personalidad, un brote de luz sobre nuestros pensamientos. Así que quítenme por favor esta mata negra y reseca y denme una cabellera suave, luminosa, de tono rubio claro, que se esparza como un río sobre mi nueva espalda nacarada. Tan pronto la tenga saldré a los balcones de los mejores hoteles en las más exquisitas y lujosas ciudades a dejar que el viento me la agite. Me debo a mi mismo muchas selfies con el cabello revoloteando alrededor de mi rostro como un vuelo de golondrinas.

Las orejas tienen que ser pequeñas, pero con un pabellón suficientemente amplio como para permitirme una adecuada audición. Me gusta combinar la elegancia con la practicidad. Quiero labios un tanto gruesos y el de arriba con un arco de Eros para que invite a besar. Las cejas deben ser finas y altas para que le den amplitud a mi mirada. Unas pupilas violetas han sido mi sueño desde muy pequeño, pero además de ese hermoso color de las amatistas quiero que tengan brillitos plateados. Y al diablo con esta nariz en forma de patata pisada con la que he vivido y sufrido tanto tiempo. Necesito una nariz suavemente respingada, de orificios bien ovalados y sin esos crecimientos pilosos que, como pueden ver, sobresalen al menor descuido de mi parte como puercoespines en miniatura.

Mis piernas deben estar bien torneadas, con muslos jaspeados y que provoquen a la vista el deseo de tocarlos. Las nalgas deben estar bien erguidas, sin el menor rastro de celulitis y sin todos estos puntos negros que aquí puedo ver a través del espejo y que son el producto de mi descuido general en materia estética dado que cuando uno vive sin conformidad con su propio cuerpo difícilmente se ocupe de cuidarlo como es debido. Los senos no deben ser ni muy grandes ni muy pequeños, quiero algo que obedezca al término medio aristotélico para evitar la carencia o el exceso. Los dedos de mis manos, al contrario de estos dedos gruesos que ahora tengo, y que parecen más bien chorizos de dificultosa movilidad, deben ser alargados, finos y de agarre delicado. Ya me imagino pintándome unas perfectas uñas en forma de elipse muy excéntrica con el cuidado con que las madres naturales, esas pobres degeneradas que no entienden el valor de la tecnología y los lácteos refinados, amamantan a sus críos.

Lástima que uno no pueda hacer modificaciones a su propia mente con la misma libertad que las que puede hacer a su cuerpo. Voy a pagarles un dineral para tener un cuerpo enteramente nuevo, pero no puedo darles ni una mísera moneda para que me hagan ser más inteligente, más sabio o más memorioso. Al menos con una buena descarga hormonal podré pensar y sentir como una mujer, que es lo que siempre he soñado en secreto. No quiero que quede en mí ningún rastro de esta grosera costumbre masculina de racionalizar mis sentimientos. Necesito la intuición y la sensibilidad de una mujer y sé que ustedes me darán eso, aunque en todo lo demás no podrán arreglarme. ¿Me darán eso? Prométanmelo.”

Tal fue el largo y tedioso monólogo de otra de las tantas víctimas de Formatec, la empresa de biohackeo más fraudulenta de Ganimedes durante el siglo CX. Se sabe que después de escuchar y grabar aquellas declaraciones del señor XXAB-20118, que se convirtieron en un acto de voluntad posteriormente firmado por la víctima, se lo anestesió por completo y se lo lanzó a un horno industrial con diez mil grados de temperatura que pronto eliminó toda huella de su existencia. Luego Formatec extrajo de su almacén de clones y puso en su lugar uno de sus tantos pseudomodificados , y de este modo, mediante microtráfico de finanzas saqueó las empresas de XXAB-20118. Por suerte esas cosas ya no pasan.

Monólogo de un loco

Las sombras han crecido demasiado y han arrasado todo lo que daba sombra. Yo daba sombra y fui arrasado. Ahora me deslizo sin mis zapatos. Estos harapos prestados me los dio la oscuridad. ¿De dónde viene ese ladrido? ¿Soy yo ladrando? ¿Muerdo viento? Tengo la boca seca porque hace mucho que no lamo la sangre que gotea de esa canilla rota.

Delicioso charco rojo, dame un suave desliz sobre la mejilla, empápame la frente y anúnciame la muerte. La vida tiene demasiados matices, demasiada luz quemándome los ojos, destrozándome las pupilas. Prefiero la ceguera. ¡Ceguera, ceguera, ceguera! En la noche donde las astillas de vidrio cortan venas repletas.

Hay un puerto y en el puerto un muelle y en la punta del muelle rompen las olas para que yo me lance, me hunda, me ahogue. Toda esta jarana de cuerpos que se agitan, trabajan y sudan no sirve para nada, nunca sirvió para nada y nunca servirá para nada. Ojalá toda esa carne se abra como una boca y se trague entero un océano de odio. ¡Que se ahoguen, que dejen de bullir como porotos de un guiso podrido!

Aunque no me crean, aunque yo no lo crea, le arranqué al cielo un buen trozo y lo estrujé con mucho cuidado con mis dedos de acero. Lo estrujé hasta que conseguí un átomo de horror que no podía existir, que quiso ser la nada y me obligó a mirar en otra dirección.

La cabeza… ¿Dónde tengo la cabeza? Varias veces he dado vueltas por este patio lleno de idiotas, buscando mi cabeza desesperadamente, sin encontrarla. ¡Devuélvanme mi cabeza! Quiero gritar, pero mi grito está en otro lado, donde tengo la boca, donde esta esa cabeza que es mía y me la quitaron con camisas de fuerza e inyecciones. Está ansiosa de lamer sangre esa maldita boca traicionera.

¡Grito! Me escucho, me busco, aquí estoy, mirándome. Mirando esta sombra con esta cabeza que mi madre ha puesto en un bollón. Me gustan esos destellos. Me hacen sentir como un feto en formol. ¿No es encantador flotar eternizado tras un brillo de cristal? Pero todos esos restos y huellas de mi materia con los que voy tropezando no alcanzan para que deje de pasar por los resquicios de las puertas. Me cuelo, asesinando pieles perfumadas.

La última vez que creí en algo tuve que correr sin parar. Tropezaba, me caía, perdí un brazo, luego otro, luego fue una pierna y luego solo me quedo saltar en esa única pierna. Saltar, arriba, saltar, abajo, saltar, arriba, saltar, abajo, con mi ridícula pierna. Ahora lo recuerdo, recuerdo que me fue quedando solo un torso danzarín que se meneaba en un caldo bien saborizado y fue ahí que me quitaron la cabeza y se la dieron a mi madre. ¡No, no era mi madre! No. Era una prostituta, una devoradora de inocencia que se afiebraba en orgasmos pegajosos.

Esta baba inmunda no me deja ver la nada de mi átomo. Escupo y la baba sigue ahí, colgando, tratando de alcanzar el fondo de este pozo, pero no hay fondo, no hay. Solo sigue alargándose, infinita, la baba del odio, la baba del deseo, la baba del sin sentido, y todo va cayendo junto con esa baba hacia su derrota final. Si me concentrara, si no me distrajera babeando y dejando que la baba recubra todo, podría pararme en el centro de mi miseria con una sierra eléctrica y esperar el paso de las reses muertas. No se puede vivir la vida sin que la carne sea masticada.

El buen samaritano

Un extraño de traje y corbata se acercó.
-Hola, amigo!!!!
-Hola. -respondió el linyera a desgana.
-No es a usted a quién le hablo, sino a su perro. ¡Pobre perrito!
-Bueno, entiendo. Hable usted si quiere con él. Es mi mejor amigo.
-¿Y así es como lo cuida? ¿No es eso sarna en las puntas de sus orejas?
-¡Hago lo que puedo! Me acompaña en las buenas y en las malas.
-¡En las malas, dirá! ¡Pobre perrito! Ven aquí amigo, ven…
El perro miró al extraño bien vestido con desconfianza.
El linyera también miró desconfiado. Su mirada y la del perro sintonizaron.
El extraño extrajo una bolsa con alimento para perros.
Tan pronto lo vio, el perro olfateó y se tentó.
El extraño volcó un puñado de granos sobre las baldosas grises de la vereda.
-¡Toma, perrito, debes de tener mucha hambre, sin duda!
El perro devoró con ansia el alimento hasta la última partícula.
El linyera no dijo nada. Sintió impotencia.
-¿Querrías venir conmigo? -dijo el extraño, con voz decidida, mientras acariciaba al perro con una mano enguantada.
Eran guantes desechables de plástico. No quería contaminarse.
-Señor, es mi perro. ¿Me lo quiere quitar? -dijo el linyera, alertado.
-¿Quitártelo? ¿No ves que no puedes cuidar ni de ti mismo?
-No, señor. Es mi amigo y no dejaré que se lo lleve.
-No me lo voy a llevar. Lo que voy a hacer es evitar que lo sigas atormentando. Estoy cansado de que roñosos como tú les den vidas miserables a estos pobres perritos.
-¡Entonces váyase! -gritó el linyera, levantándose de su asiento improvisado con cartón y trapos sobre la vereda.
-¡Váyase! -insistió, con ademanes de sus manos.
El hombre solo se alejó un poco, con una sonrisa pretenciosa en la cara.
El perro empezó a tambalearse. Los ojos se le opacaron. Unos segundos después quedó inmóvil.
Estaba muerto.
El linyera miró con ojos espantados a su compañero. Se abalanzó hacia él, intentó reanimarlo. Nada.
-¡¿Qué hizo, maldito miserable, qué hizo?!
-Lo que se tenía que hacer, inútil. Ya no va a sufrir, ya no lo vas a usar como muleta de tu vida miserable de perdedor.
Las palabras del hombre elegante y uñas acicaladas enfurecieron al linyera. Con los ojos irradiando odio se lanzó sobre aquel sujeto despiadado que acababa de terminar con la vida de su mascota. Cerró los puños con fuerza y trató de golpear.
Aquel hombre era hábil. Se dejó golpear en la cara una única vez de manera estudiada y luego no solo esquivó sus embates sino que lo golpeó bajo las costillas, haciendo que se doblegase penosamente y luego le lanzó un duro puñetazo a la cara que terminó por desparramarlo en el hormigón.
Tres dientes y un hilo de sangre salieron de la boca del linyera.
-¡Te atreviste a atacar a un ciudadano decente que paga sus impuestos! ¡Idiota! ¡Y me alegro de que lo hayas hecho!
Dicho esto, el hombre trajeado le dio una patada en la cabeza al linyera, con saña, y le hizo perder el conocimiento.
Sacó su celular y llamó a la policía. Denunció haber sido agredido por un indigente sin motivo claro.
Todo esto sucedió mientras los transeúntes pasaban de largo, desentendiéndose.
Al rato llegaron los policías. Para ese entonces el hombre de prolijo traje había tirado dentro de la bocatormenta de la esquina más cercana el cadáver del perro, había atado al indigente de pies y manos y le había hecho tragar vino barato con una petaca mojando su ropa con el líquido restante. Luego se había quitado los guantes y los había puesto dentro de una bolsa con cierre zipper que terminó en uno de sus bolsillos.
-Este idiota borracho me agredió al pasar. ¡Miren ustedes el moretón en mi cara! -dijo, en cuanto llegaron los policías, que pronto aceptaron la versión del hombre de apariencia decente. El alcohol derramado en las ropas del indigente, su aliento alcohólico, sus palabras incoherentes, daban un panorama adecuado a la acusación.
-¡Seguro que está loco! -siguió diciendo el elegante sujeto, con aires de calma razonable -Me acusa de matar a su perro, un perro que solo puede ser el producto de su imaginación.
-No, no es producto de su imaginación, señor. En nuestras rondas lo hemos visto acompañado de un pequeño perro -dijo uno de los policías, y luego agregó: -Debe de haberse ido y este pobre tonto ha perdido la cabeza al verse solo.
-Puede ser, agente, pero eso no justifica que ataque al primero que pase. Por suerte sé defenderme.
-Si, ya veo -replicó el policía, con una mueca de falsa comprensión.
Los policías le quitaron los amarres al linyera y luego lo esposaron. Pasaría un tiempo en algún sucio calabozo.
El hombre, que lucía a esa altura como un buen samaritano víctima de una agresión gratuita, agradeció a los agentes por la ayuda prestada.
Luego, con orgullo, pensó que ese día había hecho una buena obra.