La ciencia cruel

Se despertó en medio de la noche, sudoroso y tenso. Otra vez había acudido a su mente aquella pesadilla que lo había consumido durante varios días desde que había visto la foto con los prisioneros bajo las hileras de focos, con sus trajes a rayas y sus cuerpos enjutos, casi esqueléticos, alineados en dos filas parejas frente a un bloque de propulsión de un cohete V2. Había tenido la mala idea de leer un artículo de periódico que venía acompañado por esa foto que en su cabeza hizo resonar el pasado con fuerza brutal a pesar de estar oscurecida por el tiempo.

Décadas atrás, había caminado por los túneles mal iluminados que se veían en la imagen, invitado por el encargado del campo de concentración a realizar una visita de supervisión. Aceptar esa invitación fue la peor decisión de su vida. Pero la curiosidad le ganó la pulseada. Tenía que ver con sus propios ojos como se llevaba adelante el armado de sus cohetes. Necesitaba confirmarse a sí mismo que su proyecto no era un sueño sino una realidad, un proyecto que con el tiempo le permitiría realizar otro aún mayor: el de la lanzar cohetes al espacio. No supo lo que le esperaba en aquel día amargo y congelante dentro de los laberintos macabros de Mittelbau-Dora.

La escena le resultó imposible de olvidar. Miles de obreros en estado deplorable se movían como hormigas bajo la vigilancia de los militares. Estaban mal alimentados, muchos de ellos tosían regularmente, sus ojos no tenían brillo alguno. Esas pálidas sombras cercanas a la muerte eran la que estaban construyendo sus cohetes V2. Fue la única vez en toda su vida que tuvo ante su vista la verdad plena de la miseria humana. Y siempre se esforzó por olvidar lo que había visto. Trataba de recordar preferiblemente la visita a la zona de ensamblaje, donde la maquinaria y los módulos del cohete eran los protagonistas de la escena, pero inevitablemente su memoria lo devolvía a la multitud de hombres enterrados en esos túneles, destinados a trabajar hasta la extenuación y la muerte.

No era culpa lo que sentía, no. Era la imposibilidad de asumir la contradicción en la que había vivido. Para colmo, el director del campo creyó digno aprovechar la instancia para mostrarle como se castigaba la desobediencia. Lo llevó a uno de los túneles laterales donde la soldadesca había instalado una especie de escenario. Allí azotaron, frente a sus ojos, a diez prisioneros que no habían cumplido con las draconianas reglas del campo. Después del castigo, no supo si respiraban o no. Todos fueron sacados inmóviles y a rastras del lugar. Él no había podido hacer otra cosa que desviar la mirada lo más disimuladamente posible pero lo que no pudo evitar de ningún modo fue escuchar los gritos cada vez más agónicos. Para completar la exhibición su acompañante psicópata lo llevó a una barraca con el número 3 donde, desde otro clase de escenario, los prisioneros lo homenajearon con canciones alegres, incluyendo una polaca llamada «El minero» y una rusa llamada «Volga Volga». Por más alegre que fueran, el contraste con la sesión de tortura a la que acababa de asistir le revolvió el estómago como el peor de los vomitivos.

Se preguntó si alguna vez podría volver a dormir en paz. Los bellos recuerdos de sus días en la NASA no lograban velar aquellas imágenes de su memoria. Había visto ascender la imponencia del Saturno V desde un puesto de observación muy cercano a la plataforma de despegue, pero en lugar de regocijarse, había mezclado en su imaginación el ascenso de aquella maravilla con el ascenso de sus cohetes destinados a masacrar ingleses. ¿Por qué? ¿Por qué no lo dejaba en paz su propia conciencia? El progreso de la humanidad, pensaba, no es lineal sino que exige ciertos sacrificios y ciertos pecados. No hay santidad en la ciencia, se decía. Pero veinte mil prisioneros torturados, explotados hasta la muerte, sacrificados en aras del futuro eran demasiada carga para una sola alma. «Y ¿acaso la ciencia me permite afirmar que tengo alma?», concluía.

Murió a causa de un cáncer de riñón, y la última noche de su vida la pesadilla volvió nítida, tan nítida que sintió que lo transportaba más allá de la experiencia vivida hacia un día indeterminado en el que el campo de Mittelbau-Dora había caído en manos de los soviéticos y del interior de sus túneles se habían extraído cientos de cadáveres de prisioneros abandonados por los soldados alemanes fugitivos. El nunca había experimentado ese momento, pero por algún motivo desconocido, poco antes de morir, su mente fue transportada hasta allí. Se vio a sí mismo caminando entre los cadáveres, contándolos, observando la mueca rígida del dolor en sus rostros apagados. Y siguió así por mucho tiempo, expiando su pecado.

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