Ultravegetariano

Después de ver videos de como sacrificaban vacas, ovejas, cerdos y toda clase de animales en los mataderos, decidí hacerme ovo-lácteo-vegetariano. Y estuve conforme con mi decisión hasta que descubrí el estado deplorable en que mantienen a las gallinas ponedoras de huevos y la esclavitud dolorosa que sufren las vacas lecheras. Dejar los huevos y los lácteos no fue fácil, pero tenía que hacerlo y así fue como me convertí en un vegetariano a secas, un vegetariano sin la menor tacha. No todos en mi familia comprendieron mi decisión. Y no faltaron los reproches, las advertencias de que una alimentación basada puramente en vegetales podría dañar mi organismo y muchas impertinencias más. Fui inflexible porque prefería cualquier consecuencia negativa a cargar con la culpa del sufrimiento de las criaturas sintientes.

No me duró mucho la tranquilidad mental que me ofrecia el vegetarianismo, sin embargo. Mis suspicacias acerca del rumbo que había tomado mi alimentación me condujeron nuevamente a una encrucijada. Comprendí que la agricultura industrial de cuyos productos me proveía diariamente contaminaba vastos territorios con agrotóxicos, devastaba bosques, destruía ecosistemas, causaba un gigantesco sufrimiento entre los animales aunque no fuera el sufrimiento directo debido a las matanzas organizadas para la alimentación humana. Y yo participaba de toda esa aberración siendo vegetariano. Tuve que buscar la manera de salir de este nuevo grado de culpa, quizás mayor al que había tenido cuando inocentemente masticaba pollo.

El vegetarianismo era solo una mascarada de mi apetito, de mi destructividad. Así que decidí cultivar yo mismo mis alimentos. Gasté todos mis ahorros en crear una granja. Mi familia me dio la espalda. Mis amigos, sin comprender mi accionar, se apartaron de mi como de un bicho raro. Pero la pérdida de contacto humano que sufrí se compensó largamente con la tranquilidad de mi conciencia.La dedicación ardua a cultivar mi propio alimento resignificó mi existencia.

Viví así durante mucho tiempo hasta que comprendí que yo no era otra cosa que un explotador de la naturaleza, un vil intruso que interfería en el libre curso de la vida de los seres inocentes que pueblan nuestro planeta. Solo me quedaba una alternativa y la tomé. Me interné en la selva amazónica para vivir de frutos y raíces salvajes después de estudiar concienzudamente todas las alternativas comestibles.

Y aquí estoy, tal vez un poco desaseado, barbudo, con las ropas raídas, el cuerpo dolorido por el mal dormir y la piel llena de picaduras de insectos, pero feliz de no participar del crimen de la humanidad contra la naturaleza. Y seguiré así, durante el tiempo que me sea posible, aunque últimamente un jaguar me anda rondando, ansioso de engullirme.

El fuego interior

Teníamos bellos recuerdos de nuestra etapa de enamorados. Infinidad de veces nos sentamos juntos en el cine a ver películas que a veces le gustaban a él, como «La Mosca» con Jeff Goldblum, o «Top Gun» con Tom Cruise, con esa deliciosa música cuyo recuerdo me hace estremecer todavía. Todos los veranos íbamos a un balneario distinto, la mayoría de las veces a La Paloma porque era su preferido, y muchas otras veces a Piriápolis, donde yo me sentía más cómoda. Ya en aquella época nuestras diferencias eran notorias, pero ese fuerte sentimiento inexplicable que nos unía evitaba hasta la menor de la discusión entre nosotros.

Nos casamos casi sin pensarlo y levantamos juntos nuestra casa en Solymar, más cerca de su trabajo que del mío pero más a mi gusto por la cercanía del mar y el aire más limpio que el de Montevideo. Durante muchos años tuvimos trabajos que no coincidían en sus horarios así que no nos veíamos mucho en los días de entre semana, pero disfrutábamos juntos de los fines de semana, a veces dándole mi compañía cuando decidía ir con sus amigos a pescar a la escollera Sarandí pero la mayor parte de las veces quedándonos en casa para disfrutar de la televisión y la comida casera, que es lo que prefiero hacer.

Nuestros amigos mutuos siempre se admiraron de la armonía que caracterizaba nuestra relación, el modo suave en que nos dirigíamos la palabra. Yo siempre insistía en que, a pesar de todo, siempre había alguna diferencia pequeña, pero inevitablemente preferíamos dejar de lado esos diferendos y centrarnos en los que nos mantenía unidos. Él concordaba conmigo en que nuestra estrategia era la mejor receta para la felicidad, aunque a veces se ponía huraño cuando no se atrevía a decirme realmente lo que pensaba. Y no es que yo no me guardara ciertos pensamientos negativos en relación a él, pues no soy ninguna santa.

Después de jubilarnos tuvimos mucho más tiempo para estar juntos. El insistía en acompañarme en el cuidado del jardín, una tarea con la que me encariñé, y yo hacia lo posible por estar con él cuando iba al club de bochas o a pescar, con más insistencia que antes, a la escollera. A veces, sin embargo, afloraba una necesidad clara entre nosotros de poner un poco de distancia. Tal vez habíamos estado por mucho tiempo el uno muy encima del otro. Tal vez todo hubiera ido mejor aclarando nuestros diferentes gustos y expectativas, pero ya estábamos demasiado viejos para hacer esos planteamientos. Ya era tarde. Demasiado tarde.

No pude explicarle hasta qué punto me encontré desilusionada de la vida cuando por fin entendí que todo lo que habíamos hecho era tratar siempre de ser conciliadores, comprensivos, amorosos, contemplativos. Y no se puede vivir así eternamente. En algún momento uno tiene que sacar la rabia de sus entrañas, vomitarla, echarla para afuera como un fuego que nos quema por dentro y con el que quisiéramos quemar el mundo. En algún momento uno tiene que estallar y asumir que lo que ha hecho es soportar lo insoportable y suprimir su pasión, su intensidad, su deseo, en una placidez insípida. Y así, con ese sentimiento en la mano, uno tiene matar a cuchilladas a esa sombra, a esa mentira que ha vivido con nosotros vampirizándonos el tiempo y la oportunidad de ser auténticos. Por eso me separé de él.

A papá se lo llevaron

Un homenaje a los desaparecidos porque aun están

Tenía vagos recuerdos de él. Podía recordar su rostro en lo alto, sonriendo, mientras su pie pateaba la pelota hacia mí, haciéndola rodar sobre el pedregullo en una perfecta línea recta. Lo recordaba inclinado sobre alguno de sus libros, con los lentes gruesos y el bigote renegrido, sumamente concentrado en la lectura bajo el parral. Recordaba su risa clara en medio del barullo, los chiflidos, los cantos, mirándome y pasándome el brazo sobre el hombro, contento de que estuviera al lado de él y de mamá en el estadio.

Y recordaba la oscura hora en que se lo llevaron. Me desperté con el ruido de sirenas, el estruendo cuando tiraron la puerta abajo, los gritos de mi madre en medio de la noche. Me quedé en la cama, aterrorizado, sin entender lo que pasaba. Y le escuché decir a papá algo con esa tranquilidad suya, con esa especie de inteligente calma que no lo abandonaba nunca. Pero los vozarrones se impusieron sobre sus palabras y después de un portazo y de un silencio como de tumba, papá ya nunca más volvió. Lo desaparecieron.

Muchos años después mamá encontró la carta entre sus papeles viejos. No sabemos si la dejó así a propósito o si planeaba irse antes de que lo vinieran a buscar. Era una carta para mí. Cuando mamá leyó su letra indicando que estaba dirigida a mí rompió en llanto. Yo estaba presente en ese momento y antes de que pudiera preguntarle estiró la mano y me la puso frente a los ojos. No tuve que ver lo que decía en el sobre para saber que papá me había escrito una carta. Pero tardé mucho en abrir el sobre y leerla. No es que no tuviera curiosidad o no estuviera entusiasmado en hacer resonar en mi cabeza su voz a través de aquellas letras. Es que no quería perder esa expectativa de que él volviera a casa de algún modo, aunque sea de esa manera, el día que yo abriera el sobre y leyera. Así que tarde mucho en decidirme, muchísimo. Y mamá no insistió jamás, solo esperó, porque entendía lo que pasaba por mi cabeza y ella también, de algún modo, quería que volviera, que no estuviera en esa nada donde quisieron enterrarlo.

Al final la abrí y la leí una y otra vez, palabra por palabra, dejando que hasta el espacio vacío entre las palabras me dijera algo. Y me dijo que volvería y yo le creí. Me dijo que iba a estar un tiempo afuera, creando un mundo nuevo para todos los niños, que tenía sueños de chiquilín como yo y que no quería dejar de tenerlos. Puso colores entre un beso y un adiós, y había un cielo al final de un renglón, y un sol gigante después de tres oraciones. Y tuve mucho cuidado cuando me puse a llorar porque no quería que mis lágrimas borrarán ni una sola de sus palabras llenas de amor.