La Plaga de la Banalidad

Él lo llamaba la Plaga de la Banalidad y recordaba con nostalgia los tiempos anteriores a la Plaga. En esos tiempos gloriosos el daba conferencias por doquier y a las presentaciones de sus varias novelas, consideradas brillantísimas por prestigiosos académicos y críticos literarios, acudían cientos de admiradores, deseosos de su preciado autógrafo, que trazaba con mano firme y una pluma antigua sobre los volúmenes con olor a tinta recién impresa. Los comentarios que recibía durante aquellas liturgias de la palabra y la letra eran parsimoniosos e inteligentes la mayor parte de las veces, con vagas excepciones debida a la presencia de curiosos y diletantes, que sin embargo enriquecían el encuentro a su modo.

Todo ese encanto y comunión en el abrazo de la cultura y el cuidado de la forma y el contenido se habían convertido en una reliquia cuando la Plaga se extendió por la sociedad con su furor imparable. Pronto la atención del público se centró en las redes sociales, en los youtubers, en los influencers, en los videos virales de gatos y gatitos, en los memes, los videos de maquillaje, las caricaturas improvisadas, y así infinitamente, todo ello impulsado por un frenesí de la vanidad y de la vacuidad, por una centralidad perfecta de lo insignificante consagrado como lo significativo. Cualquier detalle de la vida diaria podía convertirse, con el auge de la Plaga, en un altar donde quemar las neuronas. Si un jugador de fútbol gritaba «¡Qué mirás, bobo!» aquello era motivo de millones de bromas o reflexiones, millones de réplicas, millones de discusiones periodísticas y revisiones de los hechos. Y mientras tanto nadie sabría que se había descubierto una especie de artrópodo hasta ese momento desconocida en el Amazonas o se había desarrollado una nueva técnica de transplante de corazón que salvaría muchas vidas. Y ni que hablar de sus escritos, que ya no se vendían.

Cuando terminó de escribir su última novela, la que sería, en definitiva, su despedida de la literatura, se dio cuenta de que aún podía intentar ofrecer algo de curación, de virtud, de refinamiento y exquisitez. Se dio cuenta, en fin, de que, tal vez, la Plaga podría de algún modo atragantarse con su obra final de un modo inesperado. Por eso le pidió a un youtuber extremadamente famoso que le diera un espacio de diez minutos en su canal para realizar una lectura en vivo. El youtuber le respondió con sorna y rechazó la propuesta, pues lo consideraba un vejete sin posibilidades de provocar al público. Pero él lo tentó con una gruesa suma de dinero y de este modo logró convencerlo.

El día de su presentación a través del canal del youtuber, un insignificante endiosado que se autodenominaba Kraken, varios millones de espectadores fueron testigos de cómo anunciaba la finalización de su última novela, la obra que cerraba un ciclo en su vida y en la literatura universal y allí mismo, frente a esos millones de ojos pasmados por la incultura de la Plaga, quemó la que declaró ser la única copia existente de la obra y explicó su desprecio por la Banalidad. En los siguientes días se viralizó la escena, se crearon multitud de memes burlándose de él o declarándole admiración, y se asentó la idea de que finalmente un gran escritor había encontrado una manera simpática de congeniar con las nuevas tecnologías de la comunicación con aquella farsa simpática en la que decía quemar su obra definitiva. Un mes después se suicidó y eso, por supuesto, no llamó casi la atención. Había miles y decenas de miles de contenidos más interesantes en las redes que una noticia deprimente como esa.