En el templo

Entró al templo sin que ella se alertara. El traje de invisibilidad funcionó a la perfección y sus pies entrenados para el más extremo sigilo se deslizaron sobre el piso cubierto de antiguos símbolos de poder uránico sin hacer el menor ruido. Debía decapitarla, pues le habían dicho que su cabeza sería un arma perfecta contra sus enemigos. Bastaba colgar esa cabeza monstruosa frente a su escudo y en la batalla todo aquel que mirara sus ojos, congelados por la muerte en una mirada de agonía maléfica, quedarían petrificados. La única dificultad estribaba en que debía evitar que la guardiana, hija de la Madre Primigenia, lo mirase siquiera por un momento pues, de otro modo, el que quedaría petrificado sería él. La prueba de tal posibilidad la pudo ver, mientras avanzaba, patente a su alrededor. Una multitud de estatuas de hombres y semidioses abarrotaba la sala principal del templo. En realidad, no eran estatuas sino los cadáveres convertidos en helada piedra de las víctimas de la guardiana. Habían intentado hacer lo mismo que él: matarla para obtener su cabeza como trofeo y arma de guerra. Todos se habían creído capaces de lograrlo y lo único que habían obtenido era quedar inmóviles con el gesto del horror y la agonía detenido para siempre en sus rostros sin vida.

Además del traje de invisibilidad también se había provisto, con mucho esfuerzo y una gran cantidad de monedas de oro de por medio, de un escudo especular que podría reflejar la mirada de ella obligándola a cerrar los ojos, algo que le daría la oportunidad de atacarla con éxito. Se imaginó ya satisfecho, luego de pasar del degollamiento a la decapitación por medio de unos últimos tajos de su afilada daga y eso lo estimuló a continuar adelante. No podía fallar tras tomar tantas precauciones para lograr el éxito. Subió las escaleras hacia el altar mayor, donde podía verse una gran mole esférica que simbolizaba a la Madre Primigenia, y junto a ella, distraída, dándole casualmente la espalda, y pasándose los dedos blancuzcos y de uñas afiladas entre las serpientes que se agitaban sobre su cabeza cumpliendo venenosamente el papel de una cabellera.  Mientras se aproximaba el corazón quiso delatarlo, pero luego de contener la respiración y tomarse unos breves segundos para meditar y suavizar su mente, logró suprimir la excitación y enlentecer sus latidos. Ya estaba muy cerca cuando recordó, con ironía, que si hubiera sido un demonio de ultratumba los ojos de la guardiana no serían para él causa de temor y tal vez, de acuerdo a lo que se rumoreaba en la ciudad, podría incluso ayuntarse con ella en una cópula bestial y gozosa. Después de todo, en su desnudez podía verse la espalda sedosa y blanca que invitaba a pasar la lengua, las manos de dedos largos que prometían excitantes caricias y las serpientes, agitándose sin tregua sobre sus hombros redondeados, no llegaban a atemorizarlo sino más bien a excitarlo con la imagen de un amor perverso.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para estirar el brazo y deslizar el filo curvo de su daga por aquel cuello de apariencia engañosamente frágil, para lo cual debía apresar el mentón de su víctima con rapidez usando la mano izquierda, la monstruosa y al mismo tiempo encantadora guardiana se levantó de su asiento vertiginosamente, dejando caer a sus pies el collar de perlas que estaba hilando. Las perlas rodaron por el suelo sonoramente mientras ella se giraba y agazapándose se disponía a lanzarse sobre él como una alimaña. Toda aquella agitación ocurrió frente a sus ojos con la velocidad de su propio parpadeo asombrado. Pudo ver lo que parecía una sonrisa pero que no era otra cosa que la amenazante mueca con que la bestia primigenia mostraba sus filosos colmillos. Las serpientes de su cabellera se agitaron frenéticamente, elevándose alrededor de su cabeza como una corona viviente dotada de decenas de rayos dorados. Pero no se lanzó sobre él, sino que intentó primero, como era de esperar, envolverlo en su mirada y quitarle la fuerza vital, endureciendo su carne, contrayéndola en sí misma hasta la dureza de la piedra, lo cual sin embargo no logró hacer para asombro de él y de ella.

Él pensó que ya debería estar muerto pues no había atinado a protegerse con el escudo espejado y era claro que el traje de invisibilidad había sido vulnerado por la mirada asesina de su contrincante. Lo que le hizo variar bruscamente este pensamiento fue el momento en que ella logró ubicar su rostro y mirarlo a los ojos, despejando toda posibilidad de ocultamiento. Cuando él le devolvió la mirada no sintió la puñalada del horror sino el desconcierto de un sentimiento inexplicable. La guardiana tenía en los ojos el mismo desconcierto. No habría petrificación, no habría muerte en ese encuentro que iba a ser despiadado, inmisericorde. Se inmovilizaron mutuamente, es cierto, pero en un reconocimiento mutuo de sus almas. El cazador notó la distensión en sus propios músculos, la bestia primigenia salió de su postura amenazante.