La hija de Mirko

En memoria de René Descartes

Mirko amaba la filosofía mecánica, pero la filosofía mecánica no era, para él, una fuente de riqueza, sino un peso con el que cargaba a través de su pobreza, la de su esposa Tasha y la de su hija Mila. La gente no apreciaba el valor de los mecanismos ni de las máquinas y las veía más bien como juguetes de una mente febril, inútiles y carentes incluso de valor artístico.

Hundido en la miseria, incapaz de entregar ni su cuerpo ni su mente a otra cosa que no fuera su obsesión por las máquinas y los autómatas, un día aciago Mirko cayó de rodillas frente a la cama donde Tasha dio su último aliento al morir de neumonía, viendo como sus ojos lo traicionaban al no poder derramar una lágrima. Su impotencia fue mayor aún que el dolor que lo oprimía.

Pero eso no fue todo lo que la vida le arrebató. En la peor de las angustias, su alma se hundió desecha cuando una enfermedad infantil aún no bien comprendida terminó con la vida de Mila, su pequeña hija de tan solo seis años. Ver a su hija luchar contra la enfermedad, incapaz de hacer nada para salvarla, lo destrozó por dentro. Esta vez, al ver a su pequeña y amada Mila partir hacia un lugar mejor, lejos del dolor y el sufrimiento, su rostro se empapó de lágrimas.

Todo ese sufrimiento alejó a Mirko de los demás seres humanos, y apenas aferrado económicamente a tareas mínimas de ayudante de un herrero, pasaba el resto de su tiempo enclaustrado en el taller que había montado en el sótano del viejo caserón que alguna vez había pertenecido a su bisabuelo y en el cual se acumulaban sus aparatos mecánicos, hechos en base a trastos obtenidos con mucha dificultad a través de donativos y expediciones a las factorías realizadas durante largo tiempo a lo largo y ancho de Moscú. Durante años trabajó en silencio, como un demente ya no solo obsesionado sino convertido en la marioneta de su propia obsesión. Y así fue como un día se irguió en medio de sus invenciones una autómata que simulaba casi a la perfección a su hija Mila. Por supuesto que no dudó en tratar a la autómata como si fuera efectivamente su amada Mila, ocultándola de la mirada ajena y prejuiciosa de mentes suspicaces y llenas de supersticiones que lo rodeaban en aquella época de ideas oscuras.

En el sótano el ambiente era húmedo y frío, con el constante sonido de gotas cayendo desde la vieja tubería de agua. El aire viciado y pesado estaba impregnado por el olor a aceite y metal. Una parpadeante fuente de luz basada en una batería eléctrica diseñada por Mirko sustituía la luz natural e iluminaba las paredes cubiertas de dibujos y diagramas donde se plasmaban sus intentos en parte exitosos y en parte fallidos de dar forma a sus obsesiones. El sonido constante de engranajes y motores era recurrente, intercalándose con el suave zumbido de la autómata que se movía con gracia y elegancia en el centro del taller.

La nueva Mila era una obra maestra. Tenía la misma estatura y rasgos faciales de la Mila original, pero su cuerpo estaba hecho de una aleación de metal y su cabello estaba compuesto de finísimos cables cubiertos de una capa delicada de pintura dorada. Sus ojos eran una maravilla de la tecnología: Mirko había utilizado lentes y espejos para crear un sistema de cámaras que le permitían ver y analizar todo lo que ocurría en su taller, y esos mismos ojos eran los que utilizaba Mila para observarlo y apreciarlo como padre.

El filósofo mecánico había trabajado duro para darle a la autómata una apariencia y movimientos lo más parecidos posible a los de su hija Mila. Pero lo más importante fue hacer que pudiera hablar. Tras varias semanas de trabajo logró hacer que emitiera sonidos, sonidos que al principio evocaban un lenguaje imposible pero que fueron evolucionando hasta que al fin pudo articular el lenguaje humano.

Cuando Mila abrió la boca para hablar en el idioma de su creador por primera vez, su voz sonó como si viniera de una caja de música antigua. Sus primeras palabras fueron cortas y simples: «¿Papá, eres tú?» preguntó con una voz suave como el zumbido interno de los engranajes de un raro reloj. La emoción de Mirko fue inmensa al escuchar esas palabras y aunque no había ninguna emoción humana en ellas el filósofo se imaginó que le prodigaban un cariño durante mucho tiempo esperado.

Mirko se sentía eufórico al tener a su hija de vuelta en su vida, como si un peso agobiante se hubiera levantado de su pecho y pudiera respirar más fácilmente. La presencia de Mila en su taller le daba compañía y propósito. Además, el contacto físico con la autómata, al abrazarla o besarla en la frente, tenía para él la calidez de una cercanía que no había sentido durante demasiado tiempo. Mila no solo era una réplica física de la hija que Mirko había perdido, sino que también tenía personalidad y una mente capaz de entender los complejos principios mecánicos y físicos.

La autómata era a su modo una obra de arte, ataviada con los atuendos de la Mila original. Mirko prefería verla con un vestido de seda rosa pálido, adornado con bordados dorados y encajes finos, cuya larga falda caía en pliegues gráciles hasta el suelo. La cara angelical de la nueva Mila tenía partes móviles de porcelana y el cabello de cables rizados disimulaba los bordes geométricos de su fisonomía. Sus ojos azules parecían siempre curiosos y atentos. Además de gratificarlo con su inocente compañía, la autómata llegó a ser una colaboradora indispensable para el filósofo. Podía aconsejarlo en sus trabajos, inspirarlo con su propia iniciativa, y sugerir nuevas e interesantes hipótesis. De esta manera, padre creador e hija creada vivían juntos en una cofradía de amor por la ciencia y los mecanismos.

Pero la tentación de dar a conocer algunos de sus descubrimientos mecánicos lo llevó a escribir cierto día de invierno, una carta a un filósofo inglés de muy afamados aportes a la ingeniería civil, y este fue quizás el más grande error y, al mismo tiempo, el más grande acierto de su vida.

Cuando el filósofo inglés le contestó entusiasta, la respuesta contenía el pedido de un urgente encuentro y el dinero necesario para pagar el viaje a través de Europa y el cruce del Canal de la Mancha. Entonces, Mirko comprendió que debía elegir entre el secretismo de su vida con Mila y la posibilidad de que se reconociera el valor de su trabajo a fin de que se convirtiera en un aporte al progreso humano. Su decisión final fue realizar el viaje y para ello colocó a Mila en un cajón que simulaba ser un ataúd con los restos antiguos de su hija auténtica. Ofreció en oficinas y puntos de control la explicación de que no solo quería viajar sino llevar consigo los restos de su hija para tenerlos cerca suyo en algún cementerio en Inglaterra. Le preguntaron, claro está, por qué no hacía lo mismo con los restos de su fallecida esposa, y él tuvo que contestar, con sinceridad, que había tenido que elegir entre su hija Mila y su querida Tasha, lo que ciertamente había hecho a la hora de construir a la nueva Mila a causa de sus limitaciones económicas, aunque de esta versión de los hechos solo él estuviera enterado.

Mirko emprendió un largo viaje en carruaje desde Moscú hasta el puerto de Calais, atravesando las llanuras rusas y las montañas de Europa central. A lo largo del camino, se deleitó con los exuberantes bosques de pinos y abetos, intercalados con campos de flores silvestres y praderas ondulantes. En algunos momentos del viaje, tuvo que cruzar ríos como el Volga o el Sena en barcazas tripuladas por hombres toscos que hacían demasiadas preguntas y pretendían una confianza excesiva, lo que resultó ser para él motivo de preocupación a causa de la valiosa y secreta carga que llevaba consigo.

A medida que avanzaba, el paisaje comenzó a cambiar: las colinas verdes de Europa central dieron paso a los acantilados y playas de la costa francesa. El aire se volvió más fresco y salado a medida que se acercaba al mar. Finalmente, llegó al puerto de Calais, donde tomó un barco para cruzar el Canal de la Mancha con Mila en el falso ataúd, que por fin podría volver a sus andanzas en algún taller bien acondicionado y escondido al llegar a Londres.

Pero la suerte, que nunca había estado del lado de Mirko, también le falló esta vez. Un curioso y atrevido marinero incursionó en el camarote de Mirko durante el cruce del Canal de La Mancha y en su atrevimiento no se detuvo al ver el ataúd y levantó la tapa. La nueva Mila, la androide de ojos minerales, se irguió enseguida creyendo estar ante su padre, lo cual horrorizó al marinero. Ya salía este despavorido a avisar al capitán cuando en la puerta se interpuso Mirko, que no dudó ni un instante al notar lo que había sucedido, y extrajo de sus ropajes un puñal que portaba siempre como una simple medida de seguridad personal. Después de un brutal y desesperado forcejeo, apuñaló dos veces al marinero y luego le cortó el cuello para acallar sus gritos. De este modo, Mirko se encontró a sí mismo en la horrenda situación de ser un asesino ante los ojos de la nueva Mila, que por primera vez parecía tener miedo en ellos.

Cuando Mirko arrastró el cadáver a la cubierta, el agua encrespada se extendió frente a él, sombría como una tumba sin nombre. Las olas negras golpeaban la proa del barco con ferocidad, como si quisieran arrastrarlo a las profundidades. El viento soplaba con fuerza, haciendo crujir los mástiles y sacudiendo las velas con un intenso lamento. Dejó de ver el cuerpo de su víctima en cuanto lo dejó caer por encima de la barandilla pues una cortina de gotas de agua helada le cubrió el rostro, empapándole la ropa e impregnándolo con una sensación salitrosa de culpable desesperanza. Desde la cubierta invadida por una la neblina rastrera, el mar omnipotente parecía esperar que el también cayera en sus profundidades para despedazarlo como a un abominable monstruo.

No bastó con que Mirko lanzara el cadáver del marinero al mar y que ocultara con éxito su crimen ante las investigaciones realizadas por el capitán y posteriormente por la policía inglesa, para que recuperara la tranquilidad de su alma. Mila, aún después de volver a coexistir con él pacífica y secretamente en un taller mucho mejor que el anterior gracias a los favores del filósofo inglés, no dejó de tener en la mirada aquel destello que lo inculpaba, que lo juzgaba. Cada vez que Mirko veía sus ojos detenidamente, sentía que una punzada de remordimiento y culpa lo invadía. La mirada de Mila era un recordatorio constante de su crimen. A veces, inclinado sobre algún diagrama en la soledad de la noche, tenía la sensación de que la autómata lo observaba a sus espaldas con desaprobación. Y aunque se esforzaba en ignorarlo, sabía que no podía escapar de su propia conciencia.

Fue por eso que Mirko, siendo ya muy viejo y tras publicar sus últimas notas de filosofía mecánica para el bien de la ciencia, se decidió finalmente por acabar con su vida. Era una noche lluviosa de invierno cuando apagó a Mila, detuvo toda la maquinaria de su taller y, tras ingerir un veneno mortal, se recostó a morir en medio del silencio sepulcral solo interrumpido por el rumor lejano de la lluvia torrencial en las calles de Londres y el eco sordo de su propia respiración agonizante. Allí, junto a la silenciosa silueta de su hija adorada, Mirko halló la paz.

Al cerrar los ojos y dar su último suspiro, supo que su presencia aún se sentiría vagamente en cada rincón del taller, en cada mecanismo que él había creado con tanto esmero. Su legado estaba junto a él, en la precisión de cada engranaje y en la delicadeza de cada pieza de la autómata que había sido su más grande creación y su último objeto de amor. Su espíritu se fundió con la esencia de su taller, como si su alma todavía estuviera trabajando en la confección de sus inventos, perfeccionándolos en un plano diferente al terrenal, mientras su cuerpo descansaba junto a Mila.

Los párpados de delicada porcelana de la autómata ocultaron el brillo de sus pupilas azules.

Vuela

Vuela. Se eleva como un ave majestuosa y extiende sus alas en el cielo. El viento acaricia su plumaje y acompasa su vuelo. A veces su impulso es suave y elegante pero otras turbulento y tempestuoso. Atraviesa paisajes luminosos en los días claros y regiones cubiertas de tinieblas frías en los días oscuros. Puede elevarse sobre las montañas y las nubes hacia las regiones altas donde el aire es fino e irrespirable o sumergirse en las oscuridades cenagosas del corazón humano. Le es indiferente la fragilidad de la vida. A quienes intentan seguir su ritmo los lleva a lugares a los que nunca pensaron llegar y luego los hace caer en picado hacia los abismos del olvido. No importa cómo, pero siempre impone su avance, su continua fuga hacia adelante. Su viaje nunca termina. Su rumbo solo es el constante movimiento de lo que no tiene fin. Vuela, y todos los seres son pasajeros de su vuelo o tripulantes que se esfuerzan en servirlo como a un capitán que no escucha consejos o ilusos que intentan ponerse a la vera de su paso para observarlo y tomar registros sobre hojas que pronto se desintegran y desvanecen. Todo está sujeto a su vuelo y en él todo encuentra su destino. Solo esos seres de miradas hundidas y almas sobrias que aprecian lo que no puede ser retenido reconocen enteramente su belleza y perciben, dentro suyo, las estelas casi invisibles de felicidad que va dejando a su paso.