Stella Maris

En Punta Fría, hacia el este de la ciudad de Piriápolis, existe desde hace mucho tiempo un delicado puente que avanza hacia el mar serpenteando sobre rocas escarpadas. Se llama Stella Maris y lleva el mismo nombre que la solitaria estatua de la Virgen que luce sobre la pendiente escarpada del Cerro San Antonio. Hace mucho tiempo que está casi en ruinas, con sus barandales fragmentados, víctimas de la erosión y el descuido.

En mi adolescencia corrí muchas veces por él, impaciente por sumergirme en las aguas cristalinas. También lo imaginé testigo de mi amor por una joven sonriente cuyos vestidos vaporosos ondearan con la brisa marina mientras esperaba mi llegada.

A ella, a la que nunca encontré en el muelle, le dediqué un poema que ya solo pertenece al pasado y que decía lo siguiente en su primera estrofa:

                al muelle tan desolado
                que ni gaviotas habría
                con paso blando entrarías
                cualquier noche a cualquier hora

Es curioso constatar que aún aquello que solo soñamos insistentemente y que nunca existió también puede transformarse en un recuerdo vívido.

Alrededor del Stella Maris el agua transparente empapó mi memoria de manera indeleble. A un costado del muelle estaba la playita de caracolas, donde a veces, dorándonos bajo el sol, nos olvidábamos del mar y nos sumergíamos en una búsqueda silenciosa de pequeñas joyas.

Volví al muelle muchos años después y todo había cambiado. El paisaje ya no era el mismo y yo tampoco. Donde antes estaba la playa había una gran explanada de hormigón en la que los pescadores amarraban sus botes. El agua, antes tan cristalina que daban ganas de envolverse en ella, estaba cubierta por una molesta pátina de suciedad.

Quise bañarme de nuevo junto al Stella Maris. No me rendí. Muy temprano a la mañana de ese día los pescadores aún no habían lanzado los restos de su pesca al agua. Me sumergí, ya no con la intrepidez de un adolescente, pero con la esperanza de volver a sentir algo de lo recordado. Un círculo de gaviotas esperaba a lo lejos. En cuanto se acercaran, yo sabría que era hora de abandonar mi baño matutino.

Nadé hasta no dar pie. La apacible superficie del agua en ese lugar me devolvió la antigua tranquilidad envolvente. Miré hacia el muelle, desvencijado, víctima del abandono y del tiempo implacable, pero no sentí tristeza.

Cuando las gaviotas levantaron el vuelo y empezaron a acercarse hacia la orilla, allí estaba un pescador con su hijo, cortando y descamando la carne blanca sobre una tabla. Era hora de irme.

Una sombra pasó bajo mis pies de pronto. Era una silueta grácil que se deslizaba como un fantasma acuático. Un rato después supe lo que era. Atraído por los gestos del pescador o tal vez guiado por un olfato mucho más fino que el humano, un lobo marino había llegado a la pequeña ensenada para deleitarse con alguna ofrenda. Y así fue. El niño se metió al agua con evidente alegría en los ojos y empezó a tirarle trozos de pescado. Aquella escena me dejó un recuerdo grato y fue una oportunidad para perdonar al tiempo y al destino por la pérdida de lo irrecuperable.